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EL BUHONERO

Semana
26 de septiembre de 1988

Entran a mi oficina, revoloteando alegremente, como una bandada de palomas, las alumnas de un colegio de bachillerato. Tienen la frescura alborotada de una buganvilia.
Quieren hacerme unas preguntas, hablando todas al mismo tiempo, porque su profesor ha tenido la buena idea de ponerles una tarea para la calificación semestral. Les digo que acepto gustosamente, no solo porque me encanta hablar con los jóvenes, sino porque los alumnos desaplicados somos una especie de cofradía que se ayuda mutuamente.
Una de ellas, con cara de inteligente, pringada de pecas y con las manos sucias de tinta de bolígrafo,me lanza a quemarropa una pregunta, como quien hace un disparo: "Si no fuera periodista, ¿qué le hubiera gustado ser en la vida?".
La malvada manceba me deja confundido. Siento el mismo aturdimiento de un chico al que acaban de sorprender comiéndose a escondidas la jalea de guayaba en la cocina. No se responderle porque me parece que esos temas son secretos, como los vicios solitarios, o como los amorios contrariados. Invento a la carrera cualquier respuesta, mientras la miro a la cara, y salgo del paso decorosamente.
Pero desde ese momento he tenido unos profundos accesos de arrepentimiento. A una mujer no se le dicen mentiras, por lo menos mientras va vestida con un uniforme a cuadros y un guardapolvo blanco, y es por eso que ahora quiero hacerle a esa pecosa de trenzas una confesión pública. Deseo rehabilitarme con ella, aunque ni siquiera se su nombre, y aunque lo más probable es que no vuelva a verla jamás.
Ahora que lo pienso bien, y que he tenido tiempo para la reflexión, creo que me hubiera gustado ser un buhonero, trotamundos incansable, haciendo maromas en las esquinas para divertir a los caminantes. Vendedor de cachivaches en un parque. Menestral de la magia callejera, inventor de trucos con un naipe cutroso, pregonero de agujas y botones, de jarabes yodados para el asma y aguas lustrales para curar el alma. Saltimbanqui en caminos polvorientos, como Blacamán el Bueno, vendedor de milagros.
Tal vez por eso, porque tengo corazón de trapecista y vocación de culebrero, me parecen desapacibles e insólitas las críticas que algunos comentaristas de la prensa le han hecho al matrimonio de Carlos Vives y la Niña Mencha en Cali, en medio de una multitud atolondrada que cantaba y gritaba, con un cura aturdido que no sabía si estaba oficiando una liturgia religiosa o participando en un carnaval.
Me parece que este país, a causa de tantas desgracias, se ha ido volviendo solemne y almidonado, y no quiere sacarle el gusto ni siquiera a las pequeñas frivolidades de la vida. Yo no le veo nada de malo a ese gran festival de nupcias entre la muchacha bonita y el actor de la pelambrera.
En cambio, y debo decirlo, me lleve una sorpresa cuando ví por televisión la fiesta privada del acontecimiento social. Vives bailaba con su recien desposada un vallenato de esos malos que inventan ahora, sin gracia y sin talento, y mientras danzaba, con una envidiable cara de dicha, iba cantando la letra de la canción.
Esas cosas no se hacen, amigo mío, por varias razones. Ahí voy.
En primer lugar, porque los vallenatos no se bailan, por el mismo motivo que no se bailan las noticias de los periódicos ni las lánguidas parrafadas de una carta de amor. Me parece que ya había escrito alguna vez sobre este asunto. Pero es que, sépalo usted, a una muchacha acabada de casar no se le susurran al oído estrofas de un vallenato. Se le dicen otras cosas, que usted me eximirá de contarle en público, o, en el peor de los casos, se le músita un verso de Agustín Lara, llamandola mujer alabastrina diciéndole que tiene mirada de hoja damasquina, o se le insinua que hay en sus ojos el verde esmeralda que brota del mar, y en sus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol. No importa que tenga ojos negros, que no haya palmeras o que este lloviendo a cántaros. El amor, como la fantasía, se ríe de la realidad, especialmente el día del casamiento. Hagame caso, samario afortunado, que se lo esta diciendo la voz de la experiencia.
A mí, de resto, me alegró la noche verlos radiantes, felices y sonriendo. No hagan caso a los reumêticos ni a los amargados.
Que tengan muchos hijos, que les vaya bien, que cuando ya sean viejos y haya pasado el resplandor de la popularidad, sean capaces de mirarse con la misma ternura, tomarse de la mano y seguir de largo por la vida. Se los dice un buhonero sentimental...