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El caso Morris

Morris, como periodista, tiene el derecho de estar en el lugar en el que se producen las noticias, y de revelarlas como le dicte su conciencia

Daniel Coronell
7 de febrero de 2009

Conozco hace años a Hollman Morris y me consta que es una persona honesta y un periodista a carta cabal. No siempre he estado de acuerdo con él, por eso puedo decir que es un hombre razonable que admite las discrepancias. Esto lo saben también decenas de reporteros que, a su lado, han vivido los trajines del cubrimiento y las presiones propias de una sala de redacción.

Defiende de manera intransigente sus principios y ha trabajado de sol a sol para sostener una mirada diferente sobre lo que pasa en Colombia. Esas virtudes lo han hecho merecedor de importantes reconocimientos internacionales.

Tal vez si hubiera optado por una línea periodística de complacencia frente al poder no habría tenido que padecer angustias económicas, amenazas y exilio.

Su firme carácter contrasta con el servilismo de algunos colegas que cubren la sede presidencial y que se acostumbraron a ganarse la vida como soportes de micrófonos. Con muy escaso esfuerzo intelectual transmiten lo que les dicen, sin cuestionar nada, como si se tratara de una verdad revelada.

Esta semana, frente a estos "hijitos" -como los llama su fuente-, el señor Presidente de la República juzgó y condenó a Hollman Morris, sin que ninguna voz se hubiera levantado para reclamar siquiera una prueba de lo que decía el mandatario.

A la medianoche, y frente a la casa del recién liberado Alan Jara, el presidente Uribe acusó a Morris de ser "cómplice y amigo del terrorismo", por haber cometido el pecado mortal de estar en el lugar de la liberación de tres policías y un soldado secuestrados por las Farc.

Argumenta el gobierno que los liberados denunciaron que fueron presionados por los secuestradores de las Farc para que hablaran maravillas de esa guerrilla en la entrevista. Lo que el Presidente olvida mencionar es que el periodista no estuvo presente en el momento de estas presiones y que hasta ahora no ha difundido ninguna entrevista que permita concluir que ese trabajo periodístico -aun inédito- es una exaltación de la guerrilla.

Morris, como cualquier otro periodista, tiene el derecho de estar en el lugar en el que se producen noticias. Además de revelarlas cuándo y cómo se lo indique su conciencia, sin que se le pueda aplicar censura previa a la publicación.

Los voceros del gobierno calificaron como un "show mediático" la presencia del periodista en el lugar, pero en cambio no encontraron reparo en que los uniformados liberados hubieran sido llevados, a toda marcha, a la Casa de Nariño para ser mostrados junto al Presidente en una rueda de prensa en vivo y en directo que se extendió más allá de la medianoche del domingo.

Las familias de los liberados fueron concentradas en el Club de Agentes de la Policía Nacional y en el aeropuerto de Catam en Bogotá, y no tuvieron un momento de privacidad con ellos antes de que se los llevaran al evento propagandístico del mandatario.

A esa hora, el Jefe de Estado sabía muy bien que aviones militares sobrevolaron el sitio de la liberación y estuvieron a punto de prolongar el secuestro de los cuatro uniformados, de Alan Jara y de Sigifredo López.

Sin embargo, le resultaba más cómodo culpar de sus propios desatinos a Piedad Córdoba, a Jorge Enrique Botero y a Hollman Morris. Por eso, en otro capricho de medianoche, desautorizó la mediación de la senadora demostrando que sus malquerencias están por encima de sus preocupaciones por los secuestrados.

Nueve horas después, cuando reversó la absurda decisión, pocos se ocuparon de mostrar la montaña rusa en la que el temperamento del Presidente había montado la suerte de los secuestrados y sus familias. Por el contrario, los perifoneadores oficiales alabaron la nobleza del mandatario. Al mismo tiempo, Hollman Morris era acosado por militares que -sin ninguna orden judicial- pretendían despojarlo de su material.

Cinco días después, el Ministerio de Defensa reconoció como "un error de buena fe" los sobrevuelos jamás autorizados por la Cruz Roja. Al solitario Hollman, en cambio, le siguen suponiendo la mala fe.

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