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El castigo es con todos y es de todos

Esta es la séptima entrega de una serie de columnas sobre el sistema carcelario en Colombia y los derechos de las personas privadas de la libertad.

Semana
3 de noviembre de 2011

No existen muchas teorías sobre el control del delito criollas ni latinoamericanas. Por lo general, hemos operado bajo un modelo de importación de teorías, normas y prácticas desde Estados Unidos, primordialmente, y desde países europeos, ocasionalmente. Sin haber compartido procesos sociales y culturales con esas naciones, hemos incorporado la manera como esos gobiernos y las sociedades abordan el control del delito. La doctrina prevalente en Colombia es made in USA.

El delincuente es visto como un individuo que debe responsabilizarse por sus acciones y que debe pagar lo justo merecido. Por otro lado, el derecho penal (y la violencia que autoriza) se hace parte de un proceso moralista colectivo que aglutina a la sociedad en torno al reproche de los delitos y de los delincuentes, reclamando que, si se permite el apogeo del castigo estatal, este podrá ofrecer soluciones totales en un mundo que se llena cada vez más de riesgos.

Las ideas anteriores están expresadas de manera extensa por David Garland y Jonathan Simon, criminólogos connotados del Reino Unido y de Estados Unidos respectivamente. Su simplificación y presentación resumida resulta útil para discutir el impacto que tiene la importación de doctrinas sobre el castigo y el control del delito en las decisiones, las prácticas y el derecho en Colombia.

Garland manifiesta que el “complejo criminal” se expresa a través de mentalidades y sensibilidades que terminan dando dirección no sólo a la política criminal sino a un conjunto más amplio de políticas y prácticas gubernamentales, especialmente ligadas a la administración de la pobreza y de la desviación social. El sentimiento de solidaridad – propio de los Estados de bienestar – se fue a la basura y ahora prima una noción de castigo que no sólo es efectiva para prometer cambio sino que es útil para crear lazos sociales deseados en sociedades de “altas tasas de criminalidad”.

Mientras que la mayoría de los programas sociales de lucha contra la pobreza o de atención a problemas específicos fallan, el reproche moral y la promesa de castigo hacen parte del arsenal predilecto de los políticos que responden a la sociedad que clama soluciones para la inseguridad. El combate al crimen paga -- políticamente, al menos.

No es fácil defender los derechos de un delincuente violento, al fin y al cabo violó los derechos de otros y quebrantó las reglas sociales. Igualmente, no es fácil salir en contra de medidas que buscan combatir el crimen. ¿Qué demente o desadaptado saldría en contra del combate al crimen?

Este es justamente el dilema que produce la mentalidad estadounidense mayoritaria y que condujo a esa nación a estar en un túnel sin salida de encarcelamiento masivo, que hoy tiene a más de 2.3 millones de personas tras las rejas, con un altísima concentración de negros y latinos. Estados Unidos no sabe qué hacer. Antes de imitarlos, tendríamos que distanciarnos contundentemente de su camino irreflexivo.

En un modelo social individualista y ante la proclama de que el derecho penal produce justos merecidos por actos individuales – especialmente, en Colombia, en dónde los delitos suelen ser violentos y su perpetración responde a esquemas de delincuencia organizada–, un llamado a la cautela en el uso del derecho penal es disonante, pero imprescindible.

El reto es justamente utilizar el derecho penal en sus justas proporciones y no abusar de sus ofrendas. El derecho penal es necesario pero no es cura. En consecuencia, Nils Christie anota que sí es necesario castigar – y lo es, a mi manera de ver – pero el castigo debe representar la totalidad de los valores en una sociedad.

El delito no es un concepto fijo; es definido, por lo general, por políticos. Dice Christie que el derecho penal es como una esponja que recoge más o menos todo, cuando hay contextos y circunstancias políticas que lo hacen útil y rentable. Esto no quiere decir que no haya actos que merezcan reproche, pero las preguntas que todos tenemos que responder son: cuáles actos deben ser sancionados y cómo se debe sancionar.

No hay profesionales o técnicos del castigo que sepan la respuesta correcta. Lo socialmente indicado es que participemos todos; que haya un verdadero “coro de voces” alrededor de lo que merece castigo y de la manera cómo se castiga.

Por más cómodo que resulte la ignorancia de lo que pasa en las estaciones de policía, en los tribunales o en las cárceles, dejarle a otros lo del castigo es profundamente inconveniente. Es más fácil esconderse detrás de nociones o entes abstractos – como justicia o cárcel – que pensar en el muchacho que robó 40.000 pesos usando un cuchillo y que paró en un patio maldito de La 40 en Pereira, en dónde fue violado por cinco hombres durante su primera noche: ¿eso también era parte de su castigo?

Es fácil esconderse detrás del lenguaje abstracto de la penalidad y las formas del derecho, porque la realidad del castigo es violenta, amarga e incomoda. Más cuando contribuye a esconder o castigar la desigualdad social que se incrementa con el modelo de acumulación del capitalismo contemporáneo.

Es memorable la expresión de Winston Churchill, al comienzo del siglo XX, cuando dijo que el ánimo del público “con respecto al tratamiento del crimen y de los delincuentes es una de las pruebas más fidedignas sobre la civilización de un país”. Si bien la expresión es muy conocida y repetida, parece que no la tomamos muy en serio.

En Colombia tenemos alrededor de 500 tipos penales – muchos repetidos, mal definidos y otros que existen en el código pero nunca se usan. Tenemos encierros hasta de 60 años. ¡Y hay algunos políticos que piden cadena perpetua! Sería bueno que pasaran un día – porque no les deseo una noche – en cualquier prisión antes de hacer tan indecente propuesta.

Las prisiones del país están a punto de reventar y otras a punto de desplomarse. Hay alrededor de 100.000 presos y todo indica que el numero incrementará vertiginosamente, porque se promete “ley y orden” al mejor estilo gringo. La población presa también aumentará porque pronto encerraremos, en centros especiales de atención, a los jóvenes que perpetren delitos a partir de los 14 años – dependiendo de la edad y del juez que los sentencie, algunos podrán estar detenidos hasta los 26 años de edad. Más allá de los eufemismos, estos centros son prisiones (también bodegas humanas).

Es fácil seguir la vida sin pensar en los presos, porque probablemente ninguno de los que lee esta columna cree que será objeto de una medida de detención. Y probablemente – y ojalá – tengan razón. No obstante, les hago un llamado a pensar en la racionalidad del castigo en Colombia y en la vida de los presos: jóvenes y viejos; de izquierda y de derecha; heterosexuales y homosexuales; padres, madres e hijas e hijos; criminales consagrados y otros primerizos; y otros inocentes. Esta es una población que crece, que es diversa y que se encuentra en el perfecto olvido (motivado y cómodo).

El castigo que se imparte en las cárceles colombianas nos debería concernir a todos. Y lo que pasa en muchas de las cárceles del país, como Villahermosa, Bellavista y buena parte de las Modelos es, sencillamente, criminal: hay hombres y mujeres viviendo como animales. Agudamente, Christie nos recuerda que si bien el castigo es un mal necesario, este no puede ser igual al crimen que fue cometido.
 
* es socio fundador e investigador de la Corporación Punto de Vista.