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EL COCTEL

Seguía preparando su menjunje con el mismo rigor científico que debió ponerle el sabio Oppenheimer a la fabricación de la primera bomba atómica

Semana
14 de agosto de 1989


El otro día, mientras llovia sobre la ciudad una garuja fina y helada, me sente a almorzar con un viejo amigo, en uno de esos mesones que tienen apariencia de españoles, en el centro de Bogotá.

Mi compañero pidió un whisky con tres dedos de agua y dos cubitos de hielo. "Otro perfeccionista del trago", pense para mis adentros, y no estaba equivocado. El hombre puso cara de asombro cuando yo pedí un jugo de guanabana. "¿Por qué no pruebas una ginebra?", me dijo, con tanta autoridad que ni siquiera me atreví a contradecirlo. A los fanáticos es mejor seguirles la corriente.

A partir de ese momento, y mientras traían la sopa, viví una de las experiencias más insólitas de mi vida. Como una novela de Kafka. Mi amigo exigió que lo dejaran a el preparar el trago. Pidió una copa de ginebra--ese licor inglés que sabe a perfume francés--, una botella de agua tónica y una rebanada de limón.

--Pero el limón no debe ser grueso ni delgado --advirtió él, de manera perentoria, como si fuera un tribunal.

Devolvió la primera rebanada por gruesa, la segunda por delgada, la tercera por demasiado jugosa, la cuarta porque estaba muy seca, la quinta a causa de que el limón estaba muy maduro la sexta porque estaba muy verde, y a la séptima el camarero estuvo a punto de estrangularlo.

Yo me moría de la verguenza ante aquellas extravagancias, y ante tantos limones desperdiciados, pero mi contertulio no daba su brazo a torcer, y seguía preparando su menjunje con el mismo rigor científico que debió ponerle el sabio Oppenheimer a la fabricación de la primera bomba atómica.

Finalmente, y para no hacerles el cuento demasiado largo, debo concluir diciendo que a mi la ginebra me supo, de todas maneras, a Agua de Colonia María Farina, de la que usaba mi tio Abraham Jattin, dejando tras de si, por las calles de Lorica, una estela fragante que hacía suspirar a las mujeres y estornudar a los hombres.

Me he acordado de aquel episodio del coctel de mi amigo porque acabo de encontrarme, en un libro de Hemingway, un pasaje tan parecido al que vengo de relatar que eso mas bien parece cosa de la reencarnación. En la novela, Thomas Hudson, pintor solitario entra al bar del señor Bobby y pide lo mismo, ni más ni menos:una ginebra con tónica, con una rebanada de limón muy delgada, y un elemento nuevo, que, al parecer, mi amigo no conocía, gracias a Dios: unas gotas de angostura.

Hudson, al igual que el compañero que me tocó en suerte en el almuerzo, también armó un zafarrancho de combate por el espesor de la rebanada, por la cantidad de tónica, por la temperatura de la ginebra. En fin. Gente así hay en todas partes, según parece.

Eso me trae a la memoria el recuerdo de un libro excelente, "Autobiografía de las palabras", que un sacerdote colombiano, el padre Efraín Gaitán, escribió en una aldea perdida del Chocó mientras cumplía su tarea religiosa. No se consigue en ninguna parte. Valdría la pena que alguien hiciera una nueva edición. ¿Qué será de la vida del cura Gaitán, a quien no conozco?
El padre cuenta la historia de la palabra "coctel", que es tan apasionante como la biografía de cualquier personaje histórico. A un puerto mexicano --Tampico, si no me falla la mollera--llegaban marineros sedientos de todo el mundo pero en especial de Inglaterra. El cantinero del puerto les revolvía tragos de diversas especies, y batía su mezcla con una hierba larga y floreada, una especie de rama, más bien, que los parroquianos llamaban cock (gallo) tail (cola). Parecía, verdaderamente, una cola de gallo.

De aquella ramita aromática el nombre paso directamente, y en todas partes, a los tragos compuestos. Hasta que la palabra llegó a Colombia, y aquí se volvió sinónimo de unas reuniones nocturnas, y hasta diurnas, en que unos invitados, con la copa en la mano, se entretienen hablando de política, de economía, de la selección Colombia y de los ciclistas que fracasaron en Francia. Algunos de ellos no tienen cola, pero se la pasan cantando hasta el amanecer, como si fueran gallos.

Del lenguaje colombiano, derrotadas por la fuerza aplastante de coctel, han desaparecido las hermosas y rancias palabras que se referían a una fiesta. Aquí ya nadie habla de agape, sarao, convite, velada, recepción, mojiganga, agasajo o festejo, y mucho menos de cascabelada, porque ahora toda fiesta, grande o pequeña, de cumpleaños o de matrimonio, de nombramiento o de renuncia, se llama coctel.

Baste con decirles, por lo que se vio en un reportaje de televisión, que la otra vez hubo un coctel para inaugurar una funeraria. Santa Bárbara bendita. Un coctel de esos es como si hubiera baile en el cementerio.

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