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El colombiano en un viaje en el exterior

Colombiano que se respete viaja de regreso con las manos ocupadas, casi siempre por algo que se rompe: una artesanía delicada, una talla quiteña...

Daniel Samper Ospina
2 de agosto de 2008

Esta es mi primera columna sobre temas económicos, y consiste en solicitarles a las autoridades pertinentes que hagan lo preciso para que el dólar suba porque con la revaluación todos los colombianos estamos aprovechando para salir del país. Y pocas cosas son tan graves como un colombiano en el exterior.

Cuando hace unos días en mi familia tomamos la decisión de viajar afuera, no recordaba en lo que me estaba metiendo.

Lo primero es lograr salir: todo viaje al exterior de una familia colombiana exige una movilización difícil que incluye bebé, abuela, primo mamador de gallo, tía que le teme al avión y necesita emborracharse para poder montarse. Y muchas maletas plastificadas en el aeropuerto.

La montada en el avión es un operativo: el líder de la manada guarda los pasaportes y la plata en una especie de canguro interno que se lleva en la pelvis; una suerte de faja con bolsillo que vive sudada por el contacto con la piel y que le exige a su portador hacer un semidesnudo público cada vez que necesita sacar dólares para pagar los impuestos o quitársela para pasar por los detectores de metales.

Una vez en el avión, uno deja la maleta en el puesto 3C aunque el asiento que le corresponda sea el 35B. En adelante cada uno de los integrantes del paseo permitirá que salga a flote el líchigo que todos llevamos por dentro. Me explico: colombiano que se respete es cliente estrella de cuanto restaurante "All you can eat" exista; si el desayuno está incluido en la tarifa del hotel, aprovisiona en la cartera un arrume de galletas de soda, frutas y panes, por si por la tarde le da hambre, y va al supermercado para reponer los consumos del minibar.

Todo viaje suspende temporalmente el estrato, y en el exterior el colombiano, rico o pobre, siente la necesidad de volverse ventajoso. Si no hay vigilante, se vuela el torniquete del metro; si hay buffet, se sirve el doble para que por el precio de uno coman dos; acumula jabones de los hoteles, se tumba las batas.

Pero lo que más nos caracteriza cuando estamos por fuera del país es la vocación para boletearnos. Si hay una playa nudista, el colombiano es fácil de reconocer porque es el único erecto. Y a todos nos sale alma patriótica: en el último viaje fui yo quien se emocionó de que hubiera una mesera colombiana en el restaurante, porque uno siempre da con una mesera colombiana y se emociona por eso; fui yo quien sugirió ir a una fonda paisa, porque el colombiano siempre acaba comiendo en un restaurante colombiano; fui yo quien padeció la obsesión, no de vivir el viaje, sino de documentarlo: de tomar fotos en todas partes, generalmente con alguna gracia, bien puede ser que una prima haga como si estuviera sosteniendo la torre de Pisa, o ya la foto grupal, en plan de recocha, en la que el sobrinito hace la V de victoria con los dedos sobre la cabeza de la abuela.

Y la abuela: en todo paseo que se respete, la abuela se enferma porque le sienta mal el aire acondicionado. También hay un miembro que cree que se las sabe todas, jura que entiende el mapa del metro y por culpa de él uno acaba perdido; es el mismo que habla un español lento para que los gringos lo entiendan y que siente la responsabilidad de explicarle a quien se tope, sean taxistas o botones, que el país no sólo es narcotráfico sino cosas muy positivas como Shakira y el 'Pibe'.

Pero lo peor del paseo de un colombiano es el regreso. Uno se devuelve lleno de cosas. Tras la pelea de siempre con la pobre señorita de Avianca por el exceso de equipaje, se pasa al penoso trabajo de aliviar el peso de la maleta trasladando ropa a cuanta bolsa de plástico haya cerca, en un proceso que suele hacerse a la luz de toda la fila del counter que mira cómo van saliendo calzoncillos y demás miserias mientras uno suda.

Colombiano que se respete viaja de regreso con las manos ocupadas, casi siempre por algo que se rompe: una artesanía delicada, una talla quiteña. No importa de dónde venga, en el vuelo de regreso siempre vestirá ropa de tierra caliente: bermudas, por ejemplo, o esqueleto. Colombiano que se respete aplaude cuando el avión aterriza; para salir antes que los demás, invade el corredor antes de que el avión termine el carreteo; deja el formulario de la Dian para última hora, y lo llena de pie, mientras hace la fila; es recibido con bombas y carteles por los familiares que se quedaron, así el viaje haya sido de una semana, y después de vacaciones dice que necesita vacaciones.

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