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El culebrero

En instantes, el culebrero se adueña del pueblo: hace de policía, de cura, de juez; a veces habla como un capataz y pide que maten por su cuenta a unos cacos

Daniel Samper Ospina
9 de agosto de 2008

No sé si les pasó lo mismo, pero hace un par de semanas creí que habían agarrado preso al maestro Arenas Betancourt en Belgrado. Apenas miré la foto de esa especie de gurú barbado y canoso al que acusaban de ser un temible criminal de guerra, lo lamenté por él y pensé que era una exageración: siempre he creído que el Bolívar desnudo y el monumento a los a los héroes del pantano de Vargas son verdaderos crímenes, pero no creo que de lesa humanidad.

Después vine a enterarme de que no: de que el señor que arrestaron no era Arenas Betancourt, que además está muerto, sino Radovan Karadzic, el ex presidente serbio bosnio que mató a más de 20.000 civiles y que se disfrazó de médico bioenergético para que no lo agarraran: se dejó crecer la barba, se enroscó una trenza en el pelo y montó un consultorio desde el cual hablaba de cuarzos, energías, chacras y demás bobadas de esas.

Todavía no entiendo cómo es posible que al presidente de un país, al que todos los ciudadanos han visto tantas veces en televisión, le baste con dejarse la barba y ponerse una túnica para que nadie lo reconozca; pero creo que en Colombia las sospechas serían obvias si uno da con un bioenergético que usa como muletilla la palabra "ciertamente" y se ríe con una carcajada aguda, cercana al relincho; o con otro que tiene voz nasal y da las consultas de espaldas; o con otro que no sabe nada de bioenergía y debe ser asistido para todo por un asesor bajito, idéntico al sobrinito de Íngrid.

Y supongo que con el presidente Uribe sucedería algo parecido.

Me imagino que una mañana amanece lúcido y piensa que ya no puede más con el agobio de su vida: le cansa que Uribito trate de imitarlo todo el día; no soporta pasarle más a Martha Lucía Ramírez para que lo tenga horas en el teléfono; le empieza a parecer anormal alguien que viva en un monasterio y viva con una lentitud asombrosa, como el Ministro de Transporte, y no se aguanta a José Obdulio, de cuya locura sospecha porque nadie en su sano juicio puede creer que del par de ideas en que creen, basadas en echar bala y acabar con la guerrilla, puedan salir 23 tomos de una doctrina filosófica.

Cansado de todo eso, decide huir y llevar una vida clandestina. Y a la vuelta de unos años, en un paseo familiar por los pueblos de Antioquia, uno se encuentra, ya no con un médico bioenergético, sino con su versión criolla: un culebrero bajito y ojiclaro, cuyos anteojos se oscurecen según la luz, que no para de hablar en diminutivo.

Padece la fea costumbre de sacar la culebra del canasto y pedirle resultados delante de los demás, en un zarandeo público penoso que el animal resiste con sumisión y sin dignidad.

—Señor Culebrero: usted en el otro pueblo me vendió un remedio que no funciona -le dice alguien del montón.

—A ver: suba acá, venga acá al debate público -le dice el culebrero, y lo insta a que se trepe a la tarima.

—Sí, sí: usted me vendió una pócima contra la pobreza, pero cada día estoy más pobre.

—Eso no es verdá; usté debe ser un terrorista de la Far.

—No, no: yo soy peluquero de un pueblo vecino.

—Entonces cállese la boca o le doy en la cara, marica.

Por algún extraño embrujo consigue hechizar a más del 91 por ciento de los campesinos de la vereda.

—Señor culebrero, necesito saber cómo están alineados los planetas -le pregunta una persona que tiene acento español.

—Tranquilo, hijito: Planeta ya está alineado; para eso es el tercer canal.

—No, lo que queremos es que nos diga cómo están los astros para saber nuestro futuro -le explica otra persona.

—Hijito: yo no consulto a los astros; son ellos los me consultan a mí para averiguar cómo les va a ir -responde con su sencillez particular.

En instantes el culebrero se adueña del pueblo: hace de policía, de cura, de juez; a veces habla como un capataz, y pide que maten por su cuenta a unos cacos; sin que nadie se lo pida, ofrece consultas morales y les dice a los jóvenes que deben aplazar el gustico; en un extraño exhibicionismo religioso, reza delante de todos con una cara que está a media ruta entre el fervor y la locura. Y cuando dice que necesita prolongar la temporada en ese pueblo por tres cosechas más para que de verdad queden curados, todos lo aplauden con fascinación.

Quizás es porque en Serbia carecen de malicia indígena, pero creo que acá cualquiera se habría dado cuenta en segundos de quién es el culebrero. Cualquiera: hasta el Ministro de Transporte.