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El deber de ver

El regreso de estas personas a la vida y a la dignidad es un mérito innegable de la política del gobierno Uribe.

Daniel Coronell
5 de julio de 2008

La brillante operación que les devolvió la libertad a 15 personas secuestradas por las Farc merece el apoyo unánime de los colombianos y del mundo. Es necesario reconocer el éxito colosal del presidente Álvaro Uribe, del ministro Juan Manuel Santos, del general Freddy Padilla, del general Mario Montoya y de todos los militares y los civiles que arriesgaron sus vidas para acabar con el infame cautiverio.

No puede ser este un reconocimiento avaro.

Este rescate tiene ya un lugar en la historia y marca el punto más alto en 44 años de guerra contra las Farc. Demuestra que una operación como ésta, preparada con inteligencia y rigor, conduce a la vida y no a la muerte.

Comprueba también que el intercambio humanitario no es la única alternativa incruenta para lograr la liberación de los secuestrados y contradice de manera elocuente a quienes hemos defendido la necesidad de buscarlo como salida principal a la pesadilla que siguen padeciendo muchos colombianos.

El regreso de estas personas a la vida y a la dignidad es un mérito innegable de la política de seguridad del gobierno Uribe. También es un golpe mortal a las Farc porque desnuda la vulnerabilidad actual de una guerrilla inhumana y arrogante que si bien nunca ha tenido la posibilidad real de tomarse el poder, sí mantuvo al país en zozobra por décadas.

Los conmovedores relatos de los rescatados evidencian nuevamente que las Farc actúan guiadas por la crueldad y la ambición, y que perdieron cualquier principio ideológico que hubieran podido tener. Los secuestros, la aplicación de métodos terroristas y la narcofinanciación aumentaron temporalmente la capacidad de daño de la guerrilla, pero la despojaron de toda justificación política.

Los testimonios de quienes fueron sus víctimas hasta la semana pasada consolidaron el descrédito internacional de las Farc, respaldado por el profundo rechazo de los colombianos.

Todos los liberados, hasta hace poco mercancía humana, han dado un ejemplo singular de dignidad y fortaleza espiritual.

El teniente Raymundo Malagón, quien amarrado y convencido de que seguía en poder de sus captores alzó su voz para denunciar ante una cámara los atropellos a los que eran sometidos. Con firmeza indoblegable reclamó: “Estoy encadenado hace 10 años. Soy el teniente Malagón del glorioso Ejército de Colombia”, cuando aún creía que el helicóptero que tenía al frente lo llevaría solamente a una nueva escala de su pesadilla.

El cabo primero William Pérez, el enfermero que a punta de suero y dedicación logró arrebatar a Íngrid de los brazos de la muerte. Él tenía 26 años cuando lo secuestraron en El Billar (Caquetá) el 2 de marzo de 1998. En esos 10 años, aparentemente perdidos, William encontró en el servicio a una persona necesitada del sentido de la vida que las circunstancias parecían negarle.

La propia Íngrid Betancourt, cuyo futuro político está asegurado, mantuvo en alto su dignidad en todos los momentos. Su rebeldía frente a los secuestradores fue una heroica forma de resistencia que la engrandece. Ella y su mamá –que buscó tanto su libertad– fueron objeto de aleves afrentas por parte de muchas personas que hoy la alaban.

En su último cumpleaños, escribí una columna en la que deseaba que volviera pronto para recuperar, incluso, la posibilidad de estar en desacuerdo con ella.

La feliz ocasión ha llegado y habrá tiempo para eso.

Celebro con toda honestidad el triunfo del gobierno, pero no aceptaré la falacia según la cual Colombia sólo tiene dos alternativas: Uribe o las Farc.

Por lo demás, el gobierno tiene pendientes varias explicaciones. Voy a seguir pidiéndolas porque –aunque sea impopular– también es una obligación ver eso.

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