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EL DERECHO DE MENTIR

Semana
9 de marzo de 1998

El rumor que circula con mayor intensidad en Estados Unidos dice que en los próximos días va a estallar una verdadera bomba que tiene que ver con el escándalo sexual del inquieto Bill Clinton. A finales de la semana pasada se rompieron las negociaciones entre Monica Lewinsky y el fiscal Kenneth Starr, lo cual anuncia una arremetida de la Fiscalía con otra de sus posibles testigos.Eso, y el hecho de que todos los medios de comunicación del mundo que se dedican a registrar la actualidad (¡todos!) le siguen dedicando sus primeras planas al seguimiento del escándalo sexual de Clinton, ameritan volver a bordar un tema que ha tenido más importancia en el planeta que la visita del Papa a Cuba o que la inminente guerra entre Estados Unidos e Irak.
El enredo jurídico de Clinton es complicado de entender, porque uno nunca sabe si se trata de descubrir dónde está el pecado: en que el Presidente mintió, en que invitó a una subalterna a jurar en falso, en que trató de inducirla a ella a que desviara mediante mentiras el trabajo de la justicia, en que al demostrarse que tuvo sexo oral se confirma que invitó hace mil años a Paula Jones a que lo tuvieran, en que el Presidente de la República no se puede bajar los pantalones en la Casa Blanca o en que un marido tiene prohibido por Dios ponerle los cuernos a la señora.Lo único que queda claro es lo más aberrante de todo: Bill Clinton no puede mentir sobre su vida privada. Esa tontería pone en tela de juicio todo el principio de la privacidad que ha desarrollado la cultura occidental durante siglos, y ahora resulta que el Presidente ni siquiera tiene derecho a guardar silencio ante las preguntas sobre su vida sexual. Es una locura.
Porque además en todo este proceso a nadie le importa si el Presidente tiene o no tiene relaciones sexuales extramaritales, y a nadie le importa porque de Hillary Clinton para abajo todo el mundo asume que el Presidente gringo sí las tiene. Aquí lo que hay es un juego extraño, en el que la demostración judicial de que el Presidente dijo una mentira sobre su vida privada se convierte en cabeza de uno, dos, tres o más procesos.La privacidad como concepto tiene que excluir la discusión pública sobre la verdad o la mentira de los comportamientos que han tenido lugar en ese ámbito reservado. Clinton tiene tanto derecho a mentir como a decir la verdad sobre su vida privada porque en ese espacio todo ser humano tiene los privilegios de un monarca. Es la definición del concepto, del derecho y de la propia palabra 'privado'.Otra cosa es que en la privacidad se cometa una infracción a una norma del derecho, momento en el cual el asunto se convierte en público, por sí mismo, y no por la peregrina tesis, muy de moda por estos días, de que todo lo que hace un hombre público es por obligación de dominio público.Pero insisto en que el asunto es tan estúpido como peligroso. Por un lado se ve ridículo el planeta volcado a ventilar las vergüenzas de un presidente gringo, como si los chirridos de la cama de Abraham Lincoln tuvieran más importancia que cualquiera de los temas serios de la humanidad. Pero por el otro hay dos riesgos: que la relación de fuerzas entre demócratas y republicanos cambie en forma sustancial si el fiscal tumba a Clinton por un problema de sábanas, y que se establezca el precedente de que un fiscal se puede meter en la vida privada de la gente, no para encontrar un delito sino para crearlo.Claro que en medio de este debate mundial sobre los atributos de Clinton hemos aprendido muchas cosas. Por ejemplo, que aquí hay un reguero de intereses judiciales y políticos y no solo anécdotas sexuales de un hombre poderoso. Los abogados de Paula Jones están interesados en que se demuestre que a Clinton sí le gusta el sexo oral, para acercarse a la demostración de que acosó a esa mujer hace años con una propuesta similar.
Aprendimos que el fiscal quiere que se diga que Clinton mintió y que obligó a mentir a la Lewinsky, para que se configuren el perjurio, la obstrucción de la justicia o ambos delitos. También aprendimos que los republicanos quieren tumbar a Clinton para volver al poder en las próximas elecciones. Y aprendimos que más que Estados Unidos, la verdadera potencia es el propio presidente Bill Clinton.

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