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EL DERVICHE AL REVES

Semana
28 de junio de 1982

Los periodistas deberíamos tener,como aquel pintoresco derviche de "Las mil y una noches", el poder sobrenatural que permite adivinar el futuro con solo cerrar los ojos, como si se estuviera viendo una película en la televisión.
De esa manera nos anticiparíamos a nuestros colegas en la publicación de las primicias. Podríamos anunciar, por ejemplo, el nombre del campeón en el Mundial de España antes de que haya empezado a rodar la pelota. Divulgaríamos, igualmente el nombre del fanático que cometerá el próximo atentadó contra el Papa. Utilizaríamos también nuestra prodigiosa virtud para elaborar--con plata de nuestro bolsillo--el formulario hípico de la semana entrante, y ganarnos así todas las carreras. No hay para qué hablar de las maravillas que haríamos con los billetes de la lotería .
Estoy embromando, naturalmente, porque si yo tuviera esas virtudes adivinatorias las usaria ahora mismo con un propósito concreto: daría, mientras escribo estas líneas, el nombre del vencedor en las elecciones presidenciales del domingo. Lo malo es eso: que es necesario rellenar estas cuartillas a cinco días de las elecciones. Y, quién lo creyera, de este modo termino haciendo al revés del derviche: escribiendo de cosas que serán viejas cuando los lectores que poseen ya noticias nuevas, tengan esta revista en sus manos. Mi papel, pues, y aunque parezca un juego de palabras, consiste ni más ni menos que en adivinar el pasado. La vida suele tener estas ironías.
De cualquier forma, y sin necesidad de ser el derviche de los fascinantes cuentos árabes, hay un aspecto del asunto en el cual todos estamos de acuerdo: gane quien gane, López o Betancur, nos esperan años muy difíciles. No sólo por lo que ya sabe todo el mundo -carestía, inflación, inseguridad, petróleo- sino porque es evidente que el presidenté que salga de estas elecciones no va a contar con una aplastante mayoría de la votación.
Presento excusas si alguien piensa que estoy haciendo el papel de ave de mal aguero. Pero confieso humildemente que a mí no me disgusta que el candidato vencedor obtenga la victoria por un margen estrecho. Admito que los triunfos angustiosos producen la debilidad política de los gobiernos, y en muchas ocasiones los vuelven inseguros y tambaleantes. Caminan como los ciegos por un largo corredor: tanteando con las manos para no tropezar.
Pero vale la pena correr ese riesgo para evitarnos el extremo opuesto: la arrogancia de una mayoría apabullante. No hay nada más peligroso que el unanimismo. Si todos estamos de acuerdo, si se pierde el sentido crítico si no se puede discrepar por miedo a que lo abucheen a unó o,lo que es peor, a que cualquier fanático bárbaro nos pegue un garrotazo en la cabeza, la democracia ha perdido sentido.
La unanimidad es más peligrosa que la debilidad. Los gobiernos, por lo general, se caen por débiles. Pero los países se acaban por idiotas. El ejemplo perfecto para no darle más rodeos al asunto, es el de la Argentina. Perón hipnotizó a sus compatriotas. Los volvió unánimes en torno suyo. Se acabó el más mínimo vestigio de oposición. Nadie se atrevia a levantar la voz contra el rey. Esa sensación inequivoca de monarquia le permitió realizar con éxito la prueba suprema del prestidigitador politico: logró que la nación eligiera sucesor a su propia esposa, que no tenia ningún mérito para ello. Como en una de esas novelas tropicales de Valle-Inclán.
Sucedió, claro, lo que tenia que suceder: en un país donde la presidencia y la vice-presidencia de la república se dicen "mi amor", y se acuestan en la misma cama, lo único que procedia era el caos. Los argentinos pasaron de la unanimidad absoluta a la confusión total. Antiguamente bastaba con que Perón asomara la cara en los balcones para que el pueblo lo aplaudiera con frenesí. Pero ahora, en el otro extremo de esta tragedia griega que es la Argentina, el general Galtieri tiene que inventarse una guerra--¡una guerra, nada menos!--para congregar a su lado el respaldo nacional. Son los últimos coletazos de la ballena herida.
Por eso yo le tengo tanto miedo a los candidatos aplastantes, a los millones de votos de ventaja, a la arrogancia del poder que emana del unanimismo electoral. Por eso prefiero que este país nuestro, que apenas está empezando a mostrar los primeros sintomas de madurez politica, corra el riesgo de un gobierno humilde y no la aventura de los petulantes que se sienten patentados por el estruendo de sus votos incontables.
Creo--y espero no equivocarme--que el presidente elegido de esta manera sabrá antender el mensaje del país: se le ha dado una oportunidad, pero no un cheque en blanco. Hay una opinión pública vigilante. Que haya también, una trinchera arisca de la oposición. Que nadié crea que ha recibido en esas cajitas de madera que son las urnas un espaldarazo incondicional.
Parece mentira, pero el camino más fácil para llegar a una tirenia civil, a una dictadura legal, a una satrapia de cuello blanco, no es la falta de apoyo, sino su exceso. Los gobernantes, que suelen ser unos seres extraños, perdidos en el mundo de su palacio, encerrados en sus paredes, victimas de una segunda realidad creada a su propio tamaño e invéntada por sus cortesanos, confunden el respaldo con la licencia.
El general Rojas Pinilla cometió un error monumental: sabia que contaba con la solidaridad del país, al que había, salvado del desangre total por la arteria rota de la violencia, y pensó que esa circunstancia le daba un permiso especial para hacerse reelegir en la presidencia. Se equivocó, obviamente, y terminó estrellándose de cabeza contra la verdadera realidad, la que camina por la calle, más allá de la puerta palaciega.
Siempre me ha perseguido una pregunta inquietante, tanto más cuanto que no tiene respuesta, porque es apenas una disgresión intelectual, la locura de un teórico: ¿Qué hubiera pasado con el gobierno de Rojas si en vez de esa unanimidad denigrante, el país le aplica un poco de sentido crítico a sus actos? El general, sinduda, no hubiera perdido el sentido de la realidad. Ni el de las proporciones.
De manera, pues, que aunque los voceros de los partidos politicos piensen lo contrario y pidan lo contrario, los colombianos hacen bien al no entregar su corazón y su papeleta electoral a un solo hombre. Nos evitamos el riesgo de un desbordamiento. Le ponemos un dique a la arrogancia. Estamos diciendo, al oido de los candidatos, que aqui no hay unanimidad. Nada le sirve más a esta nación que las voces que discrepan, los periódicos que critican, los ciudadanos que vigilan.
Si los signos no son erróneos esto es lo que va a ocurrir en las urnas. Y esto es lo que va a óbligar al nuevo presidente a dialogar con sus adversarios, a escucharlos, a respetarlos.
Si yo fuera el derviche de "Las mil y una noches" podría adivinarlo. Lo único que sé, a ciencia cierta, hoy, cinco días antes de las elecciones, es que tengo un pesar en el corazón. Pero los problemas de mi corazón no le interesan a los lectores. Lástima. Porque la Colombia que yo sueño es aquella en la cual yo pueda contarle a usted lo que me sucede, y usted me cuente a mi sus cuitas. Y que haya una mano amiga que pase sobre nuestros hombros. Y podamos tomar nuestra, felicidad a cuestas y seguir caminando. Soy un soñador. No tengo remedio...

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