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El ejemplo de Juradó

Los panameños han conseguido al menos, al cabo de 100 años, el retiro de las tropas norteamericanas de ocupación. Nosotros estamos pidiendo más.

Antonio Caballero
21 de febrero de 2000

Ante el abandono del gobierno nacional los habitantes de Juradó, en el Chocó, han decidido volverse panameños. Y para proclamarlo han enarbolado en sus casas banderas del vecino país, que compraron allá mismo. No les quedó difícil. De Panamá les llega todo: la comida y la televisión, los licores y los electrodomésticos. De Colombia, en cambio, sólo les llega la violencia.

Es decir, la incursión de la guerrilla que arrasó el pueblo hace un mes y desterró a dos tercios de sus pobladores; y los dos buques de guerra que, después de la incursión, envió la Armada.

Afirma el gobernador del Chocó que el abandono del gobierno no afecta sólo a Juradó, sino a todo el departamento. Y agrego yo: a todo el país. De nuestros gobiernos los colombianos no recibimos nada, salvo violencia, e impuestos para financiar la violencia. El personaje de un cuento de Borges dice que ser colombiano es “un acto de fe”. Un acto gratuito de fe no recompensada.

Ahora: que ser colombiano sea solamente eso ¿justifica volverse panameño? Los refugiados de Juradó dicen que en Jaqué, el pueblo fronterizo de Panamá, les va mejor que en Bahía Solano o en Buenaventura: en Jaqué las autoridades panameñas les han dado acogida, mientras que en Buenaventura y Bahía Solano las autoridades colombianas no. Pero eso puede ser sólo un detalle. Miradas las cosas con mayor perspectiva histórica, ¿les ha ido mejor a los panameños que hace un siglo se separaron de Colombia que al resto de los colombianos?

La dolorosa respuesta es que sí. Se han ahorrado lo que las autoridades de Colombia les enviaban, y desde hace un siglo han seguido enviándonos a todos los demás: guerras civiles. En todo lo demás están tan mal como nosotros, porque sus autoridades independientes han sido tan corruptas como las nuestras, que a su vez son tan corruptas como lo fueron las españolas antes de nuestra independencia de España. Y además porque, como nosotros, y como todo el continente, padecen las desventajas derivadas de la vecindad de Estados Unidos. (“¡Pobre México —decía Porfirio Díaz— tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”). A esa vecindad le debieron los panameños, durante un siglo, la amputación de la Zona del Canal, como le debemos nosotros, desde hace un siglo, la amputación de Panamá mismo. A esa vecindad le deben, como nosotros y como nuestros demás vecinos, la destrucción provocada por el narcotráfico y por la lucha contra el narcotráfico. A esa vecindad le deben, en resumen, su nueva dependencia, como le debemos nosotros la nuestra.

Sólo que la nuestra es más grande, porque queremos que siga. Los panameños han conseguido al menos, al cabo de 100 años, el retiro de las tropas norteamericanas de ocupación. Nosotros, por el contrario, estamos pidiendo una ocupación norteamericana aún mayor. La visita de la secretaria de Estado de Estados Unidos a Cartagena la semana pasada es el más reciente ejemplo: ¡qué recepción de reina le dimos a esa señora que viene a traernos más guerra en nombre de los intereses del imperio! “Quiere ayudarnos”, dijimos; “sabe bailar mapalé”, dijimos; “le impresionó —dijimos— la belleza de la Ciudad Heroica”.

Mentimos al decir todo eso. La señora Albright ni quiere ayudarnos ni sabe bailar mapalé. ¿Y ‘heroica’ esa ciudad arrodillada? Sigue teniendo razón el poeta Luis Carlos López: los hijos de Cartagena, en otros tiempos, “águilas caudales”, hoy son “una caterva de vencejos”. Lo somos todos. O, más exactamente, lo son nuestras autoridades, que a la vez que nos han dejado en el abandono nos arrastran a la vergüenza.

Por eso no estoy alentando aquí a los habitantes de Juradó a que se independicen de Colombia para hacerse panameños, aunque reconozco que razón comparativa no les falta. Estoy alentando a los colombianos, de Juradó y del país entero, a que se independicen de sus autoridades. De todas ellas. Las que elegimos o cuya elección no pudimos evitar: el presidente, los gobernadores, los congresistas. Las que toleramos: las guerrillas, los paramilitares. Las que llamamos para que nos ‘ayuden’ contra nosotros mismos: el imperio. De todas esas autoridades, repito, sólo hemos recibido violencia, e impuestos para financiar la violencia, y para alcanzar la paz y la prosperidad es necesario que nos desembaracemos de ellas. Y en eso los rebeldes de Juradó constituyen un ejemplo: pueden estar equivocados en su objetivo, pero aciertan de lleno en sus motivos.

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