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El formalismo jurídico

Lo que el gobierno quiere de la Corte Suprema es precisamente lo contrario a lo que le exigía a la Corte Constitucional: que los jueces no fallen ateniéndose únicamente al derecho, sino incluyendo en sus fallos consideraciones políticas e ideológicas “correctas”.

Semana
4 de agosto de 2007

El presidente Álvaro Uribe señaló recientemente que los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia fallaron de manera formalista e ideológica –los términos no son excluyentes, como veremos– en el pronunciamiento que determinó que los delitos de los paramilitares no equivalen al delito político de sedición.

Estos ataques a la Corte hechos desde el gobierno se orientan a poner en evidencia a un tribunal que, amparado en una lectura formalista de las normas, busca –según esta argumentación– hacer avanzar de manera subrepticia un proyecto político e ideológico contrario a los designios de las mayorías electorales que eligieron a Uribe como presidente. Paralelamente, el gobierno pretende hacer responsable a la Corte Suprema por el posible colapso del proceso de reinserción de los paramilitares, y le pide –o más bien, le exige– que colabore con sus fallos en la construcción de un proyecto social en el cual se encuentra embarcada la mayoría de los colombianos.

Por su parte, la Corte es enfática al afirmar que ningún tipo de ideología se infiltra en sus fallos, y que sólo decide ateniéndose al derecho. En esta misma línea argumentativa, podemos afirmar que la Corte implícitamente pide que el Ejecutivo se abstenga de interferir en su autonomía al exigirle que colabore con sus fallos en un supuesto proyecto mayoritario en el que, como máximo tribunal de la justicia ordinaria que sólo falla ateniéndose al derecho legislado y a los instrumentos de derecho internacional, no tiene en principio por qué echarse al hombro.

En Colombia, las acusaciones de que los fallos de las Cortes son “ideológicos” no son nuevas. La Corte Constitucional colombiana ha sido el blanco constante de críticas por su activismo; se ha dicho que esta Corte ha asumido de manera irresponsable e ilegítima la tarea de hacer “ingeniería social” con sus fallos. Los críticos no se han ahorrado epítetos; a este tribunal se le ha llamado desde corte “Robin Hood” hasta Corte “kamikaze”. El proyecto de reforma a la justicia impulsado por el entonces ministro Fernando Londoño Hoyos buscaba, precisamente, conducir de nuevo a esta Corte díscola al redil formalista en el cual los jueces fallan sólo de acuerdo con el derecho.

Lo que resulta más paradójico de todo este nuevo “choque de trenes” no es que haya sido el propio Presidente el que haya acusado de ideológica a una Corte –ya se sospechaba que eso era lo que pensaba de la Corte Constitucional–, sino que ante la supuesta irrupción del fantasma de la ideología por la puerta de atrás de la Corte Suprema, lo que ahora exija el gobierno no sea un retorno a la interpretación judicial formalista, sino una apertura hacia un antiformalismo de nuevo cuño.

Lo que el gobierno quiere en esta coyuntura de la Corte Suprema es precisamente lo contrario a lo que le exigía a la Corte Constitucional en un pasado no muy lejano: que los jueces no fallen ateniéndose únicamente al derecho, sino incluyendo en sus fallos consideraciones políticas e ideológicas “correctas”. Por “correcto”, en el contexto actual de Colombia, se entiende “mayoritario”. A la Corte no se la está acusando por una lectura poco dogmática de la ley; por el contrario, se le acusa de un dogmatismo excesivo en su interpretación del delito de sedición, y por esta vía, de encubrir con una interpretación formalista lo que verdaderamente late tras el pronunciamiento judicial en cuestión: el proyecto ideológico y político de desestabilizar el proceso de reinserción de los paramilitares. En cierta medida, el gobierno le está pidiendo a la Corte que considere una lectura antiformalista del delito político de sedición, de modo que encajen las conductas delictivas cometidas por miles de paramilitares y se evite, por esta vía, que se destruya un proyecto emprendido por la mayoría del país. El llamado urgente hecho por el gobierno a la Corte es para que abandone de una vez la idea de que es únicamente la “boca de la ley” –en la famosa definición popularizada, más no acuñada, por Montiesquieu– y se decida por un modelo de juez antiformalista comprometido con los proyectos mayoritarios de su comunidad.

Lo que sorprendentemente sostiene el gobierno es que la Corte Suprema no puede entorpecer con sus fallos apegados falsamente a la letra de la ley –pero que esconden una ideología perversa– un macroproceso social que ya es irreversible. El motto en este punto parece ser: si hay que interpretar el derecho interno e internacional de una manera poco formalista, o más bien excéntrica, en la cual los delitos de los paramilitares equivalgan al delito político de sedición, pues que así sea. El objetivo de cerrar satisfactoriamente el proceso de paz con los paramilitares justifica cualquier medio jurídico.

La tesis que quiero exponer aquí es que las acusaciones del gobierno, más allá de sorprendentes y paradójicas, resultan inaceptables. Tenemos que hacer énfasis en la idea de que las Cortes, al fallar en derecho, muchas veces contradicen los designios de las mayorías. Esto no significa, como quiere el gobierno, que sus fallos tengan un resorte ideológico. Simplemente son fallos apegados al derecho, y como tales deben ser acatados. Muchas veces las Cortes, al fallar ateniéndose exclusivamente a la ley, operan como freno y contrapeso de los designios mayoritarios que violan el derecho. Para eso existen. Por esa razón fueron creadas. El formalismo, en este sentido, es una salvaguarda del Estado de Derecho. El antiformalismo, en la paradójica versión propuesta por Uribe, puede ser la vía más expedita hacia la imposición arbitraria de lo político sobre lo jurídico.
* Profesor de planta de la Facultad de derecho de la Universidad de Los Andes. Director de la Revista de Derecho Público de dicha Facultad.

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