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El francotirador de Washington

No me extrañaría que fuera Bush ese que merodea asesinando gente indefensa. Un balazo -¡pimmm!- y cae Afganistán. Otro -¡pimm!- y cae Irak...

Antonio Caballero
13 de octubre de 2002

Como habrán notado también ustedes, todos se vuelven locos. Lo pensaba en estos días viendo el inquietante comportamiento clínico de José María Aznar, presidente del gobierno español, que es un gobiernito, digamos, de tercera: no es el de la China, y ni siquiera el de Alemania. Lleva cinco o seis años en el poder -en el podercito- y ya se cree Napoleón. Siempre hay en los manicomios un loco que se toma por Napoleón. Aznar acaba de casar a su hija en el Monasterio del Escorial, como si fuera Felipe II. Se hace tomar fotos poniendo los pies encima de la mesa de su escritorio, como si fuera George Bush. Y hace unos días mandó izar en el centro de Madrid una bandera de España de 400 metros cuadrados, fabricada en vela de barco, a la cual le rinden homenaje militar cada mes todos los generales, con el ministro de Defensa a la cabeza, al son de tambores y trompetas de guerra. Como si fuera Franco. Aznar ha perdido la razón.

No es el único. Repito que les pasa a todos. A su predecesor Felipe González también le empezó a dar por ahí al poco tiempo de ocupar la presidencia del gobierno español. Salió de pesca en el yate 'Azor', que usaba Franco para salir de pesca. Declaró que nunca España había sido tan respetada en el mundo desde los tiempos de? sí: lo han adivinado ustedes: desde los tiempos de Felipe II. Etcétera.

Y para qué voy a mencionar a otros, instalados en podercitos de rango aún menor. A Carlos Menem, que quiere que los argentinos lo vuelvan a elegir presidente porque cree que es Perón (y a lo mejor los argentinos lo creen también, y vuelven a elegirlo). Al coronel Hugo Chávez, que se siente Bolívar (o sea, la versión que en las escuelas de primaria de Venezuela se da de Napoleón). Al general Pinochet, que cuando mandaba en Chile se ascendió a sí mismo al grado de capitán general, como si fuera O'Higgins, y se diseñó personalmente un capote gris como el que usaba Napoleón. O los demás. ¿No han visto a Chirac, que se cree De Gaulle, que a su vez se creía, sí, Napoleón? ¿Y han visto a Putin? Le acaban de regalar, para su quincuagésimo cumpleaños, una corona de oro y armiño y piedras preciosas copiada idéntica de la que se ponía el zar Iván el Terrible, que se guarda en los museos del Kremlin. Ni siquiera Stalin se la puso. Pero seguro que Putin sí.

Recuerdo que Richard Nixon pasó sus últimos meses en la Casa Blanca hablando solo con los retratos al óleo de sus antecesores colgados de las paredes, con Washington y Jefferson y es de suponer que hasta con Calvin Coolidge, mientras acariciaba la idea de pasar a la Historia soltando un par de bombas atómicas que hicieran olvidar las mezquindades del caso Watergate. Lo disuadió Henry Kissinger, que también era un genocida pero no estaba loco.

Y así llegamos a George W. Bush, ese loco que hoy quiere gobernar o destruir el mundo y para quien Napoleón es poca cosa: apenas un loquito de manicomio de provincias, que ni siquiera hablaba inglés. (Suponiendo que eso que gruñe Bush sea inglés).

No me extrañaría que fuera Bush en persona ese misterioso francotirador que merodea por los suburbios de Washington asesinando gente indefensa desde lejos con un rifle de mira telescópica. Un balazo -¡pimmm!- y cae Afganistán. Otro balazo -¡pimmm!- y cae Irak. Otro más -¡pimmm!- y es el turno de Irán. Y así sucesivamente, hasta que la munición se le acabe. En los lugares del crimen, el misterioso francotirador deja papelitos dando pistas: "Querido señor policía: soy Dios".

Si se cree Dios, es porque es Bush. Que alguien lo detenga.

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