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El fútbol

Semana
16 de julio de 1990

"La pelota brinca y juega, la pelota serpentea..."
(Parra del Riego. Elogio del Jugador de Fútbol).
La mía es tierra de beisbolistas. Vengo del bajo Sinú, donde vuelan las garzas, y donde los campesinos regresan de sus labrantíos por la tarde, amarran su burro en un horcón de la plaza, ponen el garabato cruzado sobre la angarilla y juegan un partido brioso con las manillas que, amorosamente, han cosido sus mujeres con un pedazo de lona que sobró de una hamaca vieja.
Pascual Miranda, machetero de oficio, arrocero pobre, negro aguileño, de sonrisa blanca y manos de pianista, nacido en las llanuras de José Manuel de Altamira, es el mejor pitcher que he visto en mi vida.
Ganaba y se reía. Perdía y seguía riéndose. Se trenzaba en duelos memorables con el Catao de Lorica, el hombre más feo y más serio que podía conseguirse por los rumbos del Sinú, cuando la gente no era tan bruta como para tumbar los árboles y el río no tenía la mala índole de salirse de madre.
La pelota con que jugaban aquellos titanes del béisbol era un pedazo de piedra pulida envuelta en hilos y esparadrapo. El señor Ochoa vendía empanadas de trigo entre el público. Lucas Cardoza narraba los encuentros por un altavoz que funcionaba con un motor de gasolina. La gente se metía en el campo cuando había discusiones. Y el lunes en la madrugada aquellos campesinos atléticos guardaban el bate y la mascarilla para regresar a sus faenas de labriegos en tierra ajena.
Un día llegó el fútbol a San Bernardo del Viento. Fue como un huracán y el pueblo no volvería a ser el mismo de antes. Lo llevaron unos barranquilleros que trabajaban en una draga, trepanándole la cabeza al río, en la boca de Tinajones, cerca de la desembocadura, donde almejas de medio metro crecen entre el agua salobre.
Los dragueros bebían cerveza helada, en medio de la cancha mientras perseguían una bola de cuero. La gente del vecindario se reía, socarronamente, de ese grupo de hombres con las pantorrillas peludas y con unos calzones cortos.
- Ese es juego de maricas- sentenció sin espabilar el señor Fito González, que fumaba tabaco cerrero y destapaba botellas con los dientes-. Un hombre verdadero no muestra los muslos en la calle.
Sin embargo, pudo más la novelería que semejantes prevenciones, fue más poderosa la moda que el pudor, y al cabo de tres meses ya había varios equipos en el pueblo. Yo me convertí en arquero titular, a pesar de mis escasas cualidades para un puesto tan comprometedor, pero la razón era muy sencilla: yo era el dueño del único balón que había, ya que el de los barranquilleros de la draga había destripado contra los picos de vidrio de una cerca de cemento.
Mi carrera futbolística fue fugaz, casi tanto como mi paso por el ciclismo, del cual les hablé una vez en esta página. Alcancé, eso sí, a atajarle un penalty a Eladio González, hasta que mis companeros me convencieron de que yo tenía todas las virtudes que se requieren para ser un excelente árbitro.
Todavía hoy, a pesar de los veinticinco años que han transcurrido desde aquellas tardes inolvidables de brisa y goles, sospecho que lo que buscaban realmente era deshacerse de mí para sustituirme por Evelio Sobrado, un gigante melancólico, de caucho, suicida y silencioso, macerado por los golpes que se daba contra piedras y troncos de la plaza, hijo del único emigrante cubano que ha vivido en San Bernardo del Viento. Su abuela, Juana Murillo hacía bocadillo de guayaba en una paila de cobre.
Un domingo, en medio del bullicio del vecindario que nos despedía como si fuéramos para la guerra, nos marchamos en un camión a jugar la partida final de los pueblos de Córdoba en San Andrés de Sotavento, cerca de la reservación donde los indios tuchines fabrican los sombreros de vueltas.
Nos habían dicho que el equipo de San Andrés llevaba 36 años invicto en su propia plaza y sólo entendimos las razones cuando vimos la cancha: la plaza de aquel pueblo bello y polvoriento tiene una inclinación como de cincuenta grados, las dos porterías están en los extremos y la escuadra local siempre empieza jugando de arriba hacia abajo, rodando suavemente por la pendiente, mientras que al visitante le corresponde correr colina arriba.
-Tranquilos -les decía yo, que hacía las veces de entrenador, a los jugadores nuestros, que a los diez minutos andaban con la lengua afuera-. Tranquilos, que en el segundo tiempo nos toca a nosotros.
Eso creía yo. Cuando terminó la primera etapa, en medio de un colorido de raspados y guarapos, con una gaita herida amenizando el ambiente y el equipo de San Bernardo del Viento perdiendo cuatro a cero, le dije al árbitro, que era el matarife de San Andrés de Sotavento:
-Ahora nosotros jugamos de arriba para abajo.
-¿Y eso? -me preguntó él, con genuino asombro.
-Pues que en el segundo tiempo - le dije- los equipos cambian de dirección en la cancha.
-Eso será en tu pueblo -me dijo el matarife-. Aquí, el que empieza subiendo termina subiendo...
Perdimos ocho a cero, claro, y si ustedes le suman el tiempo que hemos pasado desde aquella tarde fogosa de agosto, comprenderán porqué el equipo de fútbol de San Andrés de Sotavento lleva ya 61 años invicto en su gloriosa cancha.

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