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El giro de Lucho

El alcalde Garzón se había demorado demasiado en mostrar el debido interés en el problema de la seguridad. El riesgo de que Bogotá se paramilitarice es grave, escribe María Teresa Ronderos

Semana
17 de abril de 2005

En muchos lugares de Bogotá ha venido creciendo la percepción de que la seguridad está empeorando, sobre todo entre los líderes de los barrios más pobres, y en aquellos donde la reconquista del espacio público por vendedores ambulantes acrecienta la sensación de peligro de atraco. Sin embargo, las cifras que dan Alcaldía y Policía Metropolitana muestran que los delitos siguen en bajada, aunque ya no en la forma tan sorprendente como venía sucediendo desde hacía una década. El más importante, la tasa de homicidios, sigue cayendo: hubo 21 homicidios menos en 2004 que en 2003.

¿Por qué si sigue mejorando la seguridad, se percibe lo contrario? Varias razones pueden explicar la contradicción. Lo primero es que la ciudadanía notó en el primer año que a Lucho Garzón parecía no interesarle mucho el tema; que no asumía del todo que la seguridad de la ciudad era su responsabilidad directa. Lucho convocó a pocos consejos de seguridad y nombró a una persona que llegó a aprender a la subsecretaría de seguridad del Distrito (y eso se comentaba en voz baja y con cierto sarcasmo en la misma Policía). No es un tema menor.

Según una de las más completas evaluaciones de políticas de seguridad en Bogotá bajo los anteriores gobiernos llamada 'La caída del crimen en Bogotá, una década de seguridad ciudadana', realizada por las investigadoras María Victoria Llorente y Ángela Rivas para el Banco Interamericano de Desarrollo, el éxito se explica además de por una mejoría en la efectividad policial, por dos palabras clave: liderazgo y seguimiento.

Entonces si el Alcalde no ejerce un liderazgo fuerte y claro para poner el tema de seguridad en primer plano, no es de sorprenderse que la ciudadanía perciba que algo anda peor, así los índices objetivos de delincuencia no hayan desmejorado. todavía. Tampoco lo es si no funciona bien el seguimiento sistemático y permanente, tanto de los indicadores como de las acciones, para detectar muy tempranamente dónde hay señales preocupantes, cuál es su causa y cómo enfrentarlas.

Además, el Fondo de Vigilancia y Seguridad, la chequera con la cual la Alcaldía dota de equipos, movilidad y soporte a la Policía, había sido fundamental para lograr que ésta respondiera mejor a sus exigencias por aquello de que quien pone la plata pone las condiciones. Sin embargo, durante casi todo el primer año, el gobierno de Garzón le delegó en la práctica el manejo de ese fondo a la Policía, renunciando así, innecesariamente, al poder de conducción que éste le daba.

Pero quizás el factor que más amenaza la seguridad en Bogotá aún no ha incidido paradójicamente en la percepción. Es externo y viene creciendo desde los tiempos de Mockus. Se trata de, en palabras del agudo analista del Cede de la Uniandes Gustavo Duncan, "la infiltración urbana de los señores de la guerra". Grupos paramilitares -y en menor medida, las guerrillas- han ido ganando control y legitimidad en los últimos años en varias ciudades colombianas, y Bogotá, que había sido la notable excepción, ya comenzó a sentirlo con fuerza.

Se han colado en los negocios ilegales, como los desgüesaderos de los carros robados (no es casualidad que este delito haya aumentado). También están sacando tajada de negocios informales, como los sanandresitos y los abastos, y de más formales, como el transporte público en barrios periféricos. Y en los barrios marginales donde la Policía es escasa han ganado espacio, ofreciendo, a cambio de una cuota, protección mafiosa a los tenderos, al mejor estilo de la película de El Padrino, para "librarlos de ladronzuelos y viciosos" y asegurar "que no les pase nada". Como lo explica Duncan, los nuevos señores medievales, desde sus enormes fincas que les sirven de refugios inmunes, manejan como títeres sus bandas urbanas para ganar terreno poco a poco y montar sus paraestados. Su poder es mayor al del Vito Corleone de la película porque, además de todas las rentas ilegales que extraen a punta de terror, tienen la financiación ilimitada del narcotráfico.

Por eso dio en el clavo el alcalde Garzón la semana pasada cuando, en una audiencia pública de seguridad en Ciudad Bolívar, dijo que "no va a permitir que bajo coacción y coerción los paramilitares pretendan legitimar un escenario dentro de la población", y advirtió "que con este alcalde no tendrán posibilidad de crear paraestados".

El anuncio, además de valiente y acertado, augura cambios en el sentido correcto. Por fin Lucho está asumiendo la conducción en materia de seguridad, y esto se nota no sólo en sus recientemente inauguradas audiencias públicas, si no en que recuperó para el gobierno la administración más cercana del Fondo de Vigilancia.

Si el Alcalde sostiene con firmeza el nuevo rumbo -y el gobierno Uribe le brinda un decidido respaldo- será más probable que evite el retroceso en la seguridad bogotana que la gente ya veía venir, aun antes de que las cifras lo reflejaran. Pero el mandatario tiene que ir más allá. Las 'jornadas lúdicas' que anunció Lucho para que la gente se sienta "dueña de su territorio y que está apoyada por el Estado" pueden ayudar a aplacar el miedo, y eso es importante, pero no atacan el corazón del problema de la infiltración mafiosa de los paras. Construir nuevos CAI y estaciones, como las que prometió en Ciudad Bolívar, contribuye a una mayor presencia policial, y eso también está bien, pero si no se vigila de cerca cómo evoluciona la seguridad barrial, caso por caso, será difícil exigirle a la Policía mejores resultados.

Y en el largo plazo, como sugiere Duncan, no se lucha contra estos 'paraestados' urbanos sólo a punta de represión policial o militar. Menos aún, con peticiones al gobierno nacional de que lo exija a los señores de la guerra en las mesas de Ralitos o Caguanes. La única manera de erradicar ese mal es el buen gobierno, la excelencia en la gerencia social. Sólo entonces la gente defenderá el Estado legítimo a como dé lugar, porque si éste sucumbe, tiene mucho qué perder.

Por suerte Garzón parece estar convencido por fin de que si a Bogotá -como ya sucedió en tantas otras regiones- la gobierna la retórica, la mediocridad y la corruptela, la gente será mucho más propensa, en su desesperanza, a buscar la brutal eficacia de los paraestados. Y eso ya sabemos al desastre que conduce.