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El gobierno de los ineptos

La democracia representativa que tenemos, tanto si fuera lo que pretende ser (un mecanismo de verdadera representación) como siendo lo que realmente es (un método político para la elección de élites decisorias irresponsables) resulta un pésimo sistema de gobierno.

Semana
16 de febrero de 2012

¿Quién inventó que la opinión de un puñado de ignorantes con suficiente dinero para pagarse una campaña política es la de "la mayoría"? De Rousseau a Sartori, pasando por Mill, Schumpeter, Kelsen, Bobbio y los demás teóricos de la democracia "representativa", sus fundamentos dan risa. Aun si en gracia de discusión aceptáramos que la opinión de esa élite por lo general -y por desgracia- no ilustrada, conformada por nuestros “representantes”, coincide con la de la mayoría, sería el mejor argumento para no seguirla. ¿Acaso existe camino más seguro para equivocarse que buscar soluciones a problemas complejos en una masa informe y abstracta de personas en lugar de en individuos autónomos y preparados especialmente para el efecto? Pero vayamos más lejos. Es una obviedad que en nuestras democracias el pueblo no decide nada distinto de a quién feriarle el voto periódicamente con base en factores de manipulación que ni siquiera entiende. Es un error reducir el problema de la representación al del alto abstencionismo, y a la larga contraproducente porque termina por legitimar el actual modelo hegemónico empobrecido de democracia. Aunque el 100% del censo electoral votara en unas elecciones por el mismo candidato, el ciudadano seguiría sin estar realmente "representado". Esto porque al momento de tomarse las decisiones de trascendencia colectiva quienes en realidad ejercen el poder son los ya elegidos, en forma independiente y sin rendirle cuentas a sus electores debido a que carecen de mandato imperativo. En suma, la democracia representativa que tenemos, tanto si fuera lo que pretende ser (un mecanismo de verdadera representación) como siendo lo que realmente es (un método político para la elección de élites decisorias irresponsables) resulta un pésimo sistema de gobierno.

Pésimo porque no soluciona la cuestión fundamental que está llamado a resolver cualquier sistema de gobierno: cómo garantizar el gobierno de los mejores. Esta aspiración, indiscutible tanto entre demócratas como autócratas, no logra sin embargo ser resuelta por ninguno de los mecanismos de promoción de gobernantes propuestos. Tanto el tirano como el elegido popularmente pueden resultar indistintamente imbéciles o genios del gobierno, y el pueblo puede ser frente a ellos, alternativamente, víctima o beneficiario. La única ventaja comparativa que la democracia ofrece a este respecto, para ponerlo en términos de Kelsen, es que “plantea sobre el campo más amplio la lucha por el poder, haciendo al caudillaje objeto de una competencia pública y creando así una base, la más extensa, para una selección, mientras que el principio autocrático, sobre todo en su forma típica de monarquía burocrática, suele ofrecer muy pocas garantías de camino expedito para los más aptos”. Dicho de otra manera, la democracia permite que una enorme multiplicidad de ineptos compita eventualmente con gente idónea para adquirir el poder.

El antónimo exacto de “crítico” no es “acrítico” sino “imbécil”. La razón por la cual casi todos los libros sobre democracia son tan malos es que han sido escritos por demócratas: peregrinos incansables a la manera cándida de Pangloss del lugar común sacrosanto e inviolable de que la democracia es “el mejor de los mundos posibles”, o en su defecto realistas resignados que, como Churchill, piensan que es “la peor forma de gobierno, excepto por todas aquellas que han sido ensayadas”. Pues bien, la democracia es apenas un modelo de gobierno lleno de defectos, como todos los demás que el hombre conoce. Pero esto no significa que no pueda mejorarse o sustituirse por otro mejor. La explicación sociológica más plausible del éxito de un esquema de gobierno tan restringido como el representativo es aquella que resalta su particular funcionalidad al sistema económico capitalista. En efecto, ¿es concebible un régimen más cómodo para los grandes grupos económicos que aquel que reserva para sus delegados las decisiones de mayor importancia mientras mantiene la ficción de que estos deciden en nombre del pueblo? No se trata aquí de hacer un reencauche de la teoría marxista (ese otro peligroso adefesio ideológico) sino meramente de develar el trasfondo económico de tan prominente engaño político. La cacareada “crisis” de la democracia es la consecuencia de que funciona perfectamente para lo que fue concebida por las élites: engañar durante siglos países enteros.

La democracia representativa ya no sirve. O mejor, solo sirve a los intereses de quienes poseen los recursos para apropiarse, directamente o por interpuesta persona, de los cargos de importancia en el Estado. Entender la democracia contemporánea consiste en saber que es un pulso principalmente económico y mediático, solo subsidiariamente político: la dinámica electoral genera distorsiones insuperables debido al rol de los medios, las encuestas y el flujo de dinero como factores que realmente definen el voto. Por otro lado, la ausencia de mandato imperativo y de obligación de rendir cuentas por parte de los elegidos ante el electorado desvanece cualquier posibilidad de representación real en términos jurídicos, la cual necesariamente implicaría algún tipo de responsabilidad distinta de la comicial.

¿Qué hacer entonces para materializar el “gobierno del pueblo”? Retroceder dos mil cuatrocientos años al gobierno de los “reyes filósofos” propuesto por Platón en La República definitivamente no es la alternativa. Un sector amplio de la ciencia política sugiere que el rumbo a seguir es multiplicar los mecanismos e instancias de democracia participativa y directa del ciudadano, en especial a escala local, al igual que los espacios de rendición de cuentas y la responsabilidad en cabeza de los gobernantes (democratic accountability). También urgiría intensificar los procesos de democracia experimental puesto que en tanto problema en permanente construcción histórica, la democracia está siempre llamada a refutarse para mejorarse a sí misma. Otro sector, minoritario, advierte que la democracia es un concepto obsoleto que ya se encuentra en vías de extinción. Son los defensores de la “gobernanza democrática” como nuevo paradigma transversal de gestión de lo público. Para estos autores, solo la inercia conceptual en el glosario de la ciencia política explica que aún se siga utilizando una palabra ya carente de objeto político. Por lo tanto, no estaríamos frente a una crisis de la democracia sino asistiendo a una transformación estructural del modelo de gobierno prevalente.

Espero, por el bien del mundo, que este último grupo de pensadores tenga razón.

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