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El grueso velo del odio

No hay un acuerdo que garantice por lo menos la vida de los secuestrados, no hay liberación, y mucho menos condiciones para que no vuelva a suceder. Todo está empantanado

Semana
4 de agosto de 2007

La razón no tiene cabida. Una y otra vez se explica. Una y otra vez se ignora. Es la recurrente actitud de las elites, de las contraelites y de las paraelites en Colombia. Que en buena parte explica el porqué del conflicto que vive este país.

El asesinato de los 11 diputados ha vuelto a poner el tema inmediato del intercambio humanitario y el tema lejano de la negociación política en los titulares de prensa. Nada más. Y si bien el pulso de arrogancias que hemos visto en los últimos años indicaría que en los tres o cuatro que siguen no habrá ni intercambio ni negociación, por lo menos debe quedar prueba de la falta que le cabe al gobierno en esto y, por lo tanto, de la pobreza por lo que no se hizo.

El reconocido escritor John Rawls anduvo buscando los principios que sostendrían una sociedad justa. Retomó la idea de la posición original de los filósofos contractualistas y le agregó algo interesante: el velo de ignorancia. En esta especie de génesis ficticia varios individuos que buscan el máximo beneficio personal tienen que escoger la estructura básica de la sociedad donde ellos van a vivir. Pero todos ignoran quiénes serán en la nueva sociedad. Ninguno de ellos sabe si es rico o pobre, hombre o mujer, homosexual o heterosexual, blanco o negro. Ignoran si son inteligentes, bellos, fuertes y también su concepción del bien. Es decir, desconocen todos los atributos que sean moralmente irrelevantes.

Así que como no saben qué serán, buscarán pactar las bases de una sociedad aceptable para todos. Considera Rawls que estos sujetos establecerían dos principios: reconocimiento mutuo de que tendrán igualdad de derechos, libertades y oportunidades. Y dos, si existe desigualdad económica o social, que los bienes sean distribuidos de modo que se puedan maximizar los beneficios a los menos aventajados.

Esta metáfora analítica ha recibido muchas críticas. Sin embargo, sigue siendo de gran utilidad porque lleva a los que deben decidir a ponerse en los zapatos de los que tendrían menos ventajas. Traslademos ahora esta metáfora a un problema menos trascendental, aunque más dramático: la situación de los secuestrados en poder de las Farc y el hipotético intercambio humanitario. Pero otorguémosle a un solo sujeto, con mayor información, el poder de decidir en la posición original qué se debe hacer.

La persona sería nuestro primer mandatario. Conoce todo lo humanamente relevante. Buscaría maximizar su beneficio. Sabe toda nuestra azarosa historia social y política. De los odios que alimentan la guerra que no existe. De modo que está al tanto de las debilidades del Estado, de las atrocidades de la insurgencia y de los paramilitares, de los crímenes y las omisiones de la Fuerza Pública.

No obstante, el velo le impide conocer quién es dentro de aquella circunstancia. No sabe si él, alguno de sus hijos, esposa u otro familiar es uno de los secuestrados. Si pertenece a la comandancia del Ejército, de la dirigencia guerrillera o paramilitar. Desconoce si es un encarcelado de las Farc y si apoya o no el rescate militar o el intercambio. De este modo debe decidir.

Después de darle vueltas al asunto, no llegará a los dos principios de Rawls, ni a la idea del intercambio, ni a la del rescate militar, pero sí a dos conclusiones esenciales. Primera: debe haber un acuerdo para que ninguna acción adelantada conlleve la muerte de alguno de los implicados; de pasar lo contrario, la víctima puede ser él o alguien cercano. Segunda: la liberación de los secuestrados debe construir condiciones para que no se vuelva a repetir el problema; si estas no se establecen, una y otra vez estará abocado a volver a la posición original.

Bien. Volvamos a la realidad. Nada de lo anterior se ha hecho. No hay un acuerdo que garantice por lo menos la vida de los secuestrados, no hay liberación, y mucho menos condiciones para que no vuelva a suceder. Todo está empantanado.

Es más fácil aludir a la imparcialidad del Estado cuando no es la carne de quien decide la que corre peligro. Referirse a la patria, a la institucionalidad democrática, a la soberanía o a cualquier otra imaginería política para no hacer lo correcto en este caso, es sólo una forma de ocultar la crueldad. Y resulta aun más censurable pedirle a la ciudadanía que salga a las calles a vitorear y a exigir que se continúe con ideas que sólo representan un pulso político, tal como lo ha hecho el Presidente.

Con seguridad surge la pregunta sobre por qué se ha de poner parte de la carga en el primer mandatario. Sólo diría una cosa: la insurgencia no representa en absoluto un ordenamiento social y político, el mandatario sí.

Sabemos que las metáforas no alcanzan a representar la complejidad de la realidad. Pero por lo menos nos ayudan a ver una parte de lo irracional que ella es.

*Analista político. Departamento de Ciencia Política Universidad Nacional de Colombia y Universidad del Rosario.

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