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El infierno tan temido

Supongo que la satisfacción de los accionistas de Opaín, dado que su contrato se revisa cada pocos meses al alza, está asegurada. La de los usuarios, no.

Antonio Caballero
4 de diciembre de 2010

Un letrero clavado en la pared pide que disculpemos las molestias, que están trabajando para nosotros. No lo creo. No se nota. Están trabajando –si es que están trabajando, que no parece– contra nosotros. La terminal de pasajeros del aeropuerto de Eldorado es lo más parecido a la puerta del infierno que pueda haber concebido –¿quién, si no?– un contratista de obras públicas del gobierno colombiano: uno de esos contratistas que tienen en su nómina más abogados litigantes que obreros de la construcción, y cuyas únicas herramientas de trabajo son las palancas políticas.

A ese infierno contribuye lo suyo, claro, el DAS, que por andar ocupado en sus menesteres extracurriculares descuida el del control de la inmigración, convirtiendo ese sencillo trámite en el más engorroso que existe en cualquier país del mundo. Aunque debo decir que en mi más reciente viaje me ahorré por lo menos la mitad de las dos horas de espera en los corredores atestados y asfixiantes del aeropuerto porque ya me pude poner en la cola de mujeres embarazadas y ancianos mayores de 65 años. Tuve que demostrárselo a un funcionario con mi fecha de nacimiento en el pasaporte. No sé qué prueba les exigen a las embarazadas, pero conociendo al DAS es posible temer lo peor. Y aunque también debo añadir que en todo caso las demoras del DAS no importan demasiado porque hay que tener en cuenta que todavía falta un buen rato para que salgan del limbo y lleguen al infierno de las maletas.

A propósito: maleteros vi muchos, pero no estoy seguro de que ellos se cuenten entre los empleados del consorcio contratista de la construcción, destrucción, posible futura reconstrucción y larga explotación del aeropuerto, llamado Opaín. Trabajadores de este solo pude ver dos, que la emprendían a brutales martillazos contra las cintas portaequipajes atascadas y rotas, mientras las maletas de todas las procedencias –Los Ángeles, Madrid, Miami, Tegucigalpa– se iban amontonando desordenadamente en crecientes pirámides. Los viajeros, al borde del llanto o de la furia homicida, hurgaban en ellas con desesperación, y casi siempre en vano. Otro golpe de suerte me permitió rescatar las mías en solo cuarenta minutos. Otra cola más –la penúltima–, ante los guardianes severos de la Dian. Y luego, muchísimos policías: se nota que como consecuencia de la seguridad democrática se ha multiplicado el pie de fuerza. Unos miran, otros juzgan, otros callan. Otros más hacen pasar parsimoniosamente las maletas por un túnel de rayos equis. Pero como el aparato no funciona del todo bien, de todos modos a la salida hay que abrirlas.

–¿Por qué trae tantos libros?

–No sé. No sé, la verdad. Los compré y...

–¿No estarán llenos de droga?

–La droga más bien tiende a salir, no a entrar, señor agente, con todo respeto.

–Hay gente muy perversa.

Emerge uno por fin a la noche y la lluvia. No hay aleros: se ve que el consorcio Opaín, destructor y operador del aeropuerto, no sabe que en Bogotá llueve. Taxis sí hay, pero tampoco los taxistas son empleados de ese consorcio que dice que trabaja por nuestra comodidad. Solo dos trabajos, si así pueden llamarse, ha emprendido dicho consorcio desde que hace tres años y medio recibió la concesión del manguiancho Ministerio de Transporte: uno ha sido, a través de sus abogados, el de obtener en varias ocasiones (la primera, al mismo día siguiente de la firma del contrato) la revisión hacia arriba de sus términos. Ya vamos en 140 millones de dólares, algo así como el triple de lo originalmente pactado. Y el otro, a través de sus relacionistas públicos, el de proponer el cambio del nombre de “Eldorado” por el de “Luis Carlos Galán”: como es sabido, en Colombia toda mala acción se cobija y se tapa con el nombre prestigioso de un prócer difunto.
 
En su sitio de Internet, el consorcio Opaín, beneficiario del inmenso contrato, proclama su “visión” y su “misión”. La “visión”, explica, “es cumplir cabalmente con su misión hasta el año 2027”. Y la “misión” consiste en “administrar, modernizar, expandir, operar, mantener y explotar comercialmente el aeropuerto (...) dentro de los principios de responsabilidad social, calidad de los servicios, protección del medio ambiente, bienestar, seguridad de sus empleados y satisfacción de los usuarios y accionistas”.
 
Supongo que la satisfacción de los accionistas está de sobra asegurada, dado que los términos del contrato se revisan al alza cada pocos meses en su beneficio. Pero la de los usuarios no. (Y sin embargo Opaín se da el cínico lujo de anunciar en Internet “visitas guiadas con fines académicos y sociales”. Deberían simplemente, a modo de advertencia, distribuir folletos con los cantos del “Infierno” de Dante).

Todavía falta llegar a la ciudad, por la destruida y nunca reconstruida avenida 26, que antes fue tan bella. Pero esa es una travesía por otros consorcios, por otros funcionarios, por otros contratos.

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