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El jovencito que hizo historia

La semana pasada, el joven Gilberto Arango Londoño, en la plenitud de sus 80 años, se despidió de la vida en los brazos de su amada esposa Margarita

Daniel Coronell
17 de junio de 2006

Tenía 22 años cuando la historia tocó a su puerta. O mejor dicho, a la puerta de su tío, en el barrio La Merced de Bogotá. Gilberto Arango Londoño había llegado de Manizales para estudiar derecho en la Universidad Nacional y no sabía que ese viernes caería sobre su espalda el peso de una misión suicida.

El hombre, que pedía refugio y un teléfono, era el ministro de Relaciones Exteriores Laureano Gómez. Ese 9 de abril estaban pasando muchas cosas en Bogotá. El líder liberal Jorge Eliécer Gaitán había sido vilmente asesinado. Una protesta violenta y anárquica extendía el luto y el fuego por las calles. Y para completar el escenario, estaban en la ciudad todos los cancilleres de América, empezando por el general George Marshall de Estados Unidos. Ellos habían venido para participar en la Conferencia Panamericana.

Gómez necesitaba con desesperación hablar con el Presidente, disponer la protección de las delegaciones internacionales y evitar ser identificado porque en ese momento era el blanco más ansiado por mucha gente. Algunas emisoras anunciaban que su cabeza ya colgaba de un farol en la Plaza de Bolívar.

—Jovencito, por favor comuníqueme con Palacio -pidió el ministro mientras oía la noticia de su propia muerte.

No fue fácil. Casi una hora después, el jovencito logró la comunicación. El presidente Ospina le ordenó a su canciller ir al Ministerio de Guerra y ponerse en contacto con la cúpula militar. Pero todos sabían que si Laureano Gómez pisaba la calle, no iba a llegar muy lejos.

Fue entonces cuando ese jovencito probó su valor. Salió de la casa, caminó por la ciudad en llamas, esquivó disparos de francotiradores, saltó sobre moribundos y cadáveres, vio consumirse en cenizas los tranvías, presenció los saqueos y, finalmente, llegó a una guarnición militar.

Allí pidió, como quien pide un taxi, que le prestaran un tanque de guerra para ir por un alto funcionario. El sargento Serna, que manejaba el carro de combate, recordaría por años a sus dos pasajeros. Al valiente muchacho que lo guió de ida, y a Laureano Gómez, a quien transportó de vuelta y que le regaló su abrigo, no tanto como recompensa sino porque no cabía por la escotilla con el sobretodo puesto.

El jovencito se graduó de abogado y fue a estudiar economía en Estados Unidos.

Unos años después, el presidente Alberto Lleras Camargo, impresionado por sus logros académicos, lo nombró Ministro de Agricultura.

—Usted es repugnantemente joven -exclamó Lleras cuando lo conoció-. Sin embargo, tomó el riesgo y no se arrepintió.

Gilberto Arango Londoño se convirtió en uno de los economistas más respetados de Colombia. Fue el primer director de Planeación Nacional, y su libro Estructura Económica Colombiana -cuya décima edición se publicó apenas el año pasado- es texto imprescindible en las facultades del país.

Fue escogido como el mejor profesor universitario de Colombia. Sus alumnos lo recuerdan por su generosidad y sencillez. Nunca paró de estudiar, ni de aprender. Manejaba con destreza los computadores y jugaba ping pong con la esbelta agilidad de un colegial.

Su criterio oportuno salvó a muchas empresas desahuciadas por otros. Respondía cada llamada y a nadie le negó su ayuda, ni su consejo.

Por su honestidad intelectual y su pulcro manejo del idioma, sus columnas de opinión son y serán lectura obligada, incluso para quienes discrepamos de algunos de sus puntos de vista. Jamás buscó el aplauso de sus lectores y en muchas ocasiones sostuvo con serena firmeza posiciones que podían resultar impopulares.

La semana pasada, el joven Gilberto Arango Londoño -en la plenitud de sus 80 años- se despidió de la vida en brazos de su amada esposa Margarita.

Deja un legado intelectual enorme y unos hijos de los que estaba justamente orgulloso. Sin embargo, lo más importante e inspirador es su propio ejemplo: el ejemplo de un hombre que trabajó con desprendimiento, consagración y alegría, en cada misión que le deparó la vida.