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El museo imaginario

El Museo podría tener motosierras donadas por las autodefensas o cadenas para amarrar secuestrados

Antonio Caballero
17 de septiembre de 2001

Mucho se ha hablado de la generosa Donación Botero. Habrá que hablar ahora también de la Donación Bell, que acaba de anunciar nuestro vicepresidente y ministro de Defensa. En efecto: sin alharacas de prensa, sin protagonismos de farándula, sin pretender robarse el show, el discreto pero laborioso doctor

Gustavo Bell tomó hace 15 días la trascendental iniciativa de convertir el Panóptico de Ibagué, que era un presidio muy temido, en un Museo de los Derechos Humanos.

Hasta donde yo sé, se trata del primero de su género en todo el ancho mundo. Había museos de escultura o de pintura, museos de pesas y medidas, museos de cera, museos antropológicos, y hasta museos de los horrores en los circos de feria, con gallinas de dos cabezas y niños siameses de una sola compartida. Museos de los Derechos Humanos no había. Gracias a la iniciativa del discreto pero laborioso doctor Gustavo Bell, tendremos uno en Colombia: el primero del mundo.

No habrá con qué llenarlo, dirán lo negativistas: aquí no hay derechos humanos. Será como pretender hacer en Ibagué un museo de escultura griega o egipcia: habrá que importarlo todo. Y no lo permitirá la Dian.

Yo, que no soy negativista, quiero creer por el contrario que el nuevo museo estará repleto de cosas. Supongo que (siguiendo en eso también el ejemplo de Fernando Botero) la Donación Belll estará formada por dos colecciones distintas: una de obras del propio artista, y otra de obras escogidas por él con fino criterio de amateur d’art. De las primeras tal vez no veremos mucho, porque el doctor Bell, aunque laborioso, no suele salir con nada: pero veremos la pieza reina. La Ley 684 de 2001, o Ley de Seguridad y Defensa Nacional, promovida por él desde su ministerio y que otorga a las Fuerzas Militares que dependen de él extensas facultades judiciales y autoriza la expedición de un Estatuto de Seguridad tan amplio como el dictado en su tiempo por aquellos dos artistas de los Derechos Humanos que fueron el presidente Julio César Turbay y su ministro de Defensa, general Luis Carlos Camacho Leyva. Todos los especialistas en la materia están de acuerdo en que esta nueva ley (rubricada por el presidente Andrés Pastrana el 13 de agosto, casi día por día con el anuncio de la creación del Museo) es el instrumento más apropiado para que el Estado colombiano deje de ostentar el vergonzoso título de campeón del mundo en violación de los derechos humanos. Porque si bien es obvio que los abusos en ese campo se multiplicarán, ya no serán abusos: serán legales.

La Ley Bell, con sus alas desplegadas, presidirá el Panóptico ibaguereño como preside la Victoria de Samotracia el parisiense Museo del Louvre: sin cabeza. Pero habrá allí también, como en el Louvre, muchas otras cosas, de muchas otras épocas.

Esta misma semana, sin ir más lejos, se anunciaron ya dos contribuciones de altísimo nivel para los fondos del nuevo Museo de los Derechos Humanos. Una es la medida de excarcelación dictada por el recién posesionado fiscal general, doctor Luis Camilo Osorio, en favor del general Rito Alejo del Río, apresado por la Fiscalía anterior por colaboración con bandas paramilitares violadoras de los derechos humanos. Otra, la indignada carta del embajador del gobierno ante la OEA, doctor Humberto de la Calle, protestando por las críticas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a la decisión del nuevo Fiscal. Pero no todo en el Museo van a ser novedades. El propio Pastrana donará sin duda su veto de hace año y medio a aquella otra ley que convertía en delito la desaparición de detenidos, lo cual impedía que desaparecieran legalmente. Y habrá cosas de aun mayor antigüedad, aportadas por ex presidentes, ex procuradores, generales en retiro, simples particulares: aquí un decreto, aquí una providencia, aquí un editorial de prensa, aquí un cheque. Pues esto del Museo de los Derechos Humanos no es un simple capricho personal del vicepresidente Bell: es una política de Estado, y hasta de la sociedad entera, empeñados los dos en que los derechos humanos en Colombia se conviertan en polvorientas piezas de museo.

Sin embargo, un museo como el que vengo describiendo puede resultar bastante aburrido para los visitantes: sólo papeles autografiados (o, más probablemente, sin firmar). Un grupo de niños de colegio, digamos, que acudiera llevado por su maestro al Panóptico de Ibagué querría ver cosas más concretas. Yo qué sé: una motosierra donada por las autodefensas; o una cadena de amarrar secuestrados cedida por las guerrillas; o una motocicleta entregada anónimamente por los sicarios; o un helicóptero de fumigación con glifosato dado en alquiler por la embajada de los Estados Unidos. ¿La banda presidencial de los últimos 10 ó 12 presidentes? No querrán prestarlas sus respectivas familias. Se me ocurre también que el Museo podría exhibir, a falta de pruebas, unos cuantos cadáveres de defensores de los derechos humanos impunemente asesinados en los últimos 10, ó 20, ó 40 años. Idea quizá macabra, pero no muy novedosa. ¿Acaso no hay un par de momias precolombinas en el Museo del Oro?

Porque si no, tendrían razón los críticos negativistas: habría que importar del exterior todas las piezas. Si en Colombia no hay derechos humanos ni para un remedio, menos va a haberlos para un museo. Y se presentaría entonces el problema de la Dian, cobrando impuestos.

Aunque no hay que temer que la Dian, como sospechan los negativistas, le ponga a la Donación Bell tantas trabas, como le puso en su momento a la Donación Botero. Si acaso, al revés. Porque el maestro Fernando Botero era pariente de un funcionario del gobierno anterior. Y en cambio el doctor Gustavo Bell es tan funcionario del gobierno actual como todos los señores del Banco del Pacífico.