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El opio de los gobernantes

Los tecnócratas creen que los oficios son intercambiables, porque ellos son capaces de pasar sin sobresalto de ser ministros de Hacienda a delegados ante el banco mundial, o viceversa.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
28 de septiembre de 2013

El país está todavía aturdido por los paros agrarios y campesinos (que, como dice ese buen conocedor de la Colombia agraria y de la Colombia campesina que es Alfredo Molano, no son la misma cosa). 

El país está todavía riéndose o indignándose con la comedia de enredo de la ley Brigard & Urrutia sobre tierras baldías, y todavía llorando por el gas mostaza del Esmad contra las marchas de protesta.

El país está todavía estupefacto ante el nombramiento del gerente de Indupalma como ministro de Agricultura, que es una bofetada a la prometida devolución del campo a los campesinos. 

El campo está incendiado. Y no tiene empacho el diario El Tiempo en titular a toda página: “El agro pasa por su mejor momento”. (Un titular que, de paso, explica por qué el presidente Santos parece tan alejado de la realidad: es que se informa a través de los titulares del periódico que fue de su familia. ¿Será que tampoco sabe que ahora es de un tal señor Sarmiento?). 

Lo de la bonanza del sector agropecuario no se queda en titulares de prensa. Lo respaldan las columnas de opinión escritas por los exministros del gobierno de Santos. El de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, se jacta de que ella es el fruto de sus atinadas medidas económicas cuando estuvo en el cargo. 

El de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, la atribuye “rotunda e incontrovertiblemente” a sus propios méritos. Y ambos se fundamentan en las estadísticas alegres del Dane, según las cuales en el segundo trimestre de este año (periodo, digámoslo, más bien breve: no son los bíblicos siete años de vacas gordas del gobierno del faraón) el sector creció un 7,6 por ciento.

Las estadísticas son la más depurada forma de las mentiras, dijo en frase famosa el decimonónico primer ministro inglés Disraelí (aunque habría que verificar si lo dijo estando en el gobierno o en la oposición). Pero siguen siendo el opio de los gobernantes. 

Recuerdo algún discurso torrencial de Fidel Castro, gobernante fanático de las cifras (cuántos médicos por metro cuadrado hay en Cuba comparada con el Canadá, cuántos mililitros de agua por segundo acarrea el Ganges), en uno de los momentos más duros de la economía dirigida cubana, cuando las dificultades en la producción de alimentos habían llegado al extremo de que la gente comía cáscaras de fruta y cortezas de árbol. Tronaba Fidel contra el imperialismo, que en ese entierro específico no tenía vela (cito de memoria):

“¿Que no hay alimentos suficientes en la Cuba socialista? ¿Cuál tú crees que es el valor calórico de una tonelada de azúcar, si una sola cucharadita tiene 20 calorías? Multiplica eso por las cucharaditas que caben en los ocho millones de toneladas de azúcar de la zafra cubana...”. 

El propio Fidel, en la tribuna, hacía las multiplicaciones.

No es así la cosa. La gente no come calorías en bloque, como no come cifras, no come porcentajes, no come estadísticas. Come, si puede, arroz y fríjol y carne y verduras; o, en su defecto, cáscaras. Y aunque lo nieguen los titulares de Sarmiento y las columnas de opinión, los ministros de Santos –o sus inmediatos sucesores, igualmente ministros de Santos– terminaron aceptándolo en el diluvio de subsidios con que saldaron los paros agrarios, y de promesas con que apagaron las protestas campesinas.

Pero tampoco es posible medirlo todo exclusivamente en dinero. Esa es la razón por la cual están equivocadas en la práctica las políticas económicas de división internacional del trabajo, que solo pueden ser impuestas por la fuerza, como al final terminan siéndolo. 

No se puede sustituir, pongamos por caso, la leche por el níquel, diciendo que con las divisas producidas por las ventas del níquel colombiano en el mercado mundial se podrán comprar baratos los quesos de Holanda, o que acabando con el agua de los páramos para producir oro en su lugar será posible traer agua embotellada de Evian. 

Eso solo mide, como las calorías de Fidel Castro, abstracciones, que se traducen en costos y beneficios inmediatos, pero ilusorios. E ignora otros precios más reales y duraderos que hay que pagar: el desempleo de los ordeñadores de vacas del valle de Ubaté a quienes nadie les va a dar un puesto de buldoceros de mina en Córdoba. Y el olvido de los oficios. 

Dentro de diez años, si todos los lácteos vienen de los TLC, ¿quién va a saber ordeñar? ¿Quién va a saber sembrar? Los tecnócratas creen que los oficios son intercambiables, porque ellos son capaces de pasar sin sobresalto de ser ministros de Hacienda a ser delegados ante el Banco Mundial, o viceversa. Pero no se pasa de ser papero a ser petrolero, ni de ser violinista a ser piloto. O sí se puede, pero se sufre. ¿Y quién mide el costo del sufrimiento?

Puesto en el brete de traducir las estadísticas a la vida real, dice en El Espectador el ministro de Comercio Exterior Sergio Díaz – Granados para animar a los agricultores colombianos que deben enfrentarse a las agroindustrias subvencionadas de la Unión Europea y los Estados Unidos: 

-Veo un potencial enorme en el sector de los aguacates.

Pero ya no es ministro. Ahora es presidente del Partido de la U.

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