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El periodismo que falta

Semana
25 de junio de 2001

Colombia es un país obsesionado con su tragedia, pero incapaz de relatarla con realismo. Es como si a los periodistas acostumbrados al conteo de muertos como trasfondo rutinario de la vida, en la TV de la sala, en la radio de la cocina, se les hubiera distorsionado la sensibilidad. Lo que llaman olfato para sentir la noticia a veces la confunden con la incapacidad de dejar de meter el dedo en la llaga; lo que peciben como importante, digno de abrir el noticiero y de la primera plana sólo es más muerte con distintos disfraces: imponentes victimarios, masacres y, a veces, corrupción… ¿Quién puede culparlos, frente a la tragedia continuada qué puede ser importante?

Pero cuando alguien se detiene a reflexionar, ve de pronto que la adrenalina de la guerra ha contaminado los sentidos de los medios, y que han dejado por fuera el resto de la vida —el trabajo, la risa, la fuerza y el carácter— pues parece desabrida, insuficiente para hacer titulares.

Más inexplicable todavía es que aun cuando se habla del conflicto todo el tiempo en el papel y la pantalla, no se cuente con precisión. Los relatos de los medios masivos son como retazos de la piel de una realidad a la que nadie quiere acercarse demasiado. Porque es peligroso. Pero también porque duele revelar que gente de carne y hueso, tan de verdad como los hijos o la mamá, está atrapada sin esperanza en medio de dos máquinas de guerra con chequera ilimitada.

No se dicen las historias completas. Se muestran los árboles, nunca el bosque. Cada bomba va sin lógica, cada masacre sin antes ni después. Un suceso desconectado del otro …un caos que miran los pobres espectadores espantados y confundidos. Como nada tiene explicación, nada se puede hacer al respecto. Los medios se vuelven así aparatos perfectos de reproducción del terror porque llevan el miedo puro, sin razón, a control remoto del campo a la ciudad.

Son preocupaciones propias de cualquier periodista en Colombia hoy. Escribir decenas de artículos y recordar apenas unos pocos porque en su momento parecieron importantes y no lo eran; se creyó que eran precisos, pero no daban cuenta de nada en detalle; parecían tan completos, pero seguramente eran inconexos.

¿Qué hacer si la guerra ha degradado también el oficio de reportero? ¿Qué, si la vertiginosa guerra no nos deja darnos cuenta que es en ella misma donde están las mejores historias periodísticas, en ella donde están las explicaciones y las informaciones que nos permitirían quizá comenzar a acabarla?

Para empezar, parafraseando al veterano periodista estadounidense Norman Sims, es hora de que los periodistas colombianos de los medios masivos dejemos de contentarnos con las migajas que nos arroja el poder desde los pasillos del gobierno, desde los campamentos donde habitan los hombres y mujeres con suficiencia de metralletas.

Mejor contar las propias historias; esas que acercan el periodismo a la literatura. Son notas donde el autor se mete a fondo, describe con precisión lo que descubre, trata de revelar lo universal, la humanidad detrás de cada hecho y con una estructura que va para alguna parte y una voz recia cuenta la historia.

Esas son las características del periodismo literario que han identificado los grandes: inmersión, voz propia, precisión, simbolismo. Y hace falta en Colombia una buena dosis de ese periodismo. Quizás así los violentos descubran su propia estupidez en las tragedias cotidianas que producen, si éstas son lo suficientemente exactas y sensibles para que renazca la condición humana de las víctimas. Quizá con relatos precisos, profundos, fuertes y simbólicos, los violentos queden desnudos de argumentos grandiosos de patria y de justicia y sus justificaciones de plomo y de terror se hagan añicos. Quizás algún día el periodismo despierte del letargo en que lo tiene la cercanía al poder, y comience a sentirse capaz de contar lo que nos pasa.