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El peso del imperio

Diga Obama lo que diga, la inercia imperial de los Estados Unidos sigue siendo más fuerte que la voluntad de su transitorio gobernante.

Antonio Caballero
19 de septiembre de 2009

El hoy presidente Barack Obama dijo hace año y medio, en su elocuente discurso sobre el problema racial, que los Estados Unidos no estaban condenados a ser prisioneros de su pasado: del "pecado original de la esclavitud de los negros". Y citó con razón, como prueba de que las cosas pueden cambiar, su propio caso: el hecho, imposible hace apenas veinte años, de que el hijo de un negro de Kenya y de una blanca de Kansas fuera candidato de un gran partido a la presidencia del país. Pero hace unos días, cuando presentaba en el Capitolio de Washington su plan de reforma del sistema de salud, un congresista de Carolina del Sur le gritó:

- ¡Mientes!

Obama no mentía. Pero lo que importa es que el grito se entendió como una cruda expresión de odio racista. La columnista del New York Times Maureen Dowd señala que quedó implícita en el grito, como flotando en el aires, la palabra "boy" (muchacho). El "you lie!" del congresista sureño no significaba "usted miente, Presidente", sino "mientes, negro". En el Sur se tutea a los negros, y se les dice "muchacho". Y como es apenas obvio, la elección de un Presidente negro por asombrosa que sea no basta para borrar siglos de racismo: el pasado sigue pesando.

Sin embargo no es sólo por motivos racistas que Obama tiene tantas dificultades para hacer pasar sus proyectos de política interior, como la reforma de la salud, o el anunciado cierre de la cárcel de Guantánamo, o el rescate de la economía sumida en la depresión. Todos los presidentes norteamericanos han tenido esos problemas, y en particular los presidentes demócratas, aunque tengan mayoría en el Congreso. Y eso contrasta con la aparente facilidad con que manejan la política exterior: la retirada de las tropas de Irak o el abandono del proyecto "escudo anti-misiles" que iba a ser instalado en Europa oriental, a las puertas de Rusia, en el caso de Obama; o al contrario, en el de Bush, la invasión a Irak y el despliegue del escudo. Pero repito: esa facilidad es sólo aparente. No existe sino cuando los proyectos del presidente de turno coinciden con los intereses del proyecto profundo que viene del pasado, como ocurría con George W. Bush: un idiota, pero que iba a favor de la corriente. Así, los Estados Unidos se retiran de la guerra de Irak porque no pudieron ganarla, no porque Obama sea un pacifista: por eso siguen bombardeando Afganistán y apoyando allí, en nombre de la restauración de la democracia, a un gobierno corrupto que acaba de hacer un fraude descarado en las elecciones. Por eso mismo continúa el Southern Command ampliando su presencia militar en América Latina a través de las siete bases cedidas por el gobierno de Colombia, pese a las protestas de todos los gobiernos vecinos y en contradicción con las promesas de transparencia y diálogo hechas hace cuatro meses por el propio Obama en la Cumbre de las Américas reunida en Puerto España. Los métodos siguen siendo los mismos de siempre, y la "guerra contra el narcotráfico y el terrorismo" sigue siendo el pretexto de las intervenciones: el mismo que en los tiempos de Bush. Los Estados Unidos siguen siendo un imperio, aunque el emperador ahora sea negro.

Y también aunque sus intenciones y sus convicciones no sean imperiales. Obama sin duda era sincero cuando ofrecía un nuevo diálogo de igual a igual, no sólo en Puerto España para América Latina sino también en El Cairo para los países árabes del Oriente Medio. Diga Obama lo que diga, la inercia imperial de los Estados Unidos sigue siendo más fuerte que la voluntad de su transitorio gobernante. Así lo pudo comprobar, por ejemplo, el bienintencionado presidente Jimmy Carter cuando fue derrotado en la reelección por haber querido respetar la justicia por sobre los intereses imperiales, y en consecuencia haber "perdido" el Irán del Sha ante la revolución islámica y la Nicaragua de Somoza ante la sandinista. El emperador no maneja el imperio, sino al revés: es el imperio el que impone su peso abrumador sobre la política del emperador,dictándosela, quiera o no quiera.

Es lo que llaman el peso de la púrpura.

El peso de la púrpura es tan grande que no deja andar al idealista a Obama. Le sucede como al albatros inmenso del poema de Baudelaire semejante al poeta: un "vasto pájaro marino" al cual "sus alas de gigante le impiden caminar".

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