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EL SECRETO PROFESIONAL

Semana
6 de junio de 1988

En la Edición 313 de esta revista, correspondiente a la semana pasada, fue publicado en la página 25, bajo el titulo novelesco de "Fuentes fidedignas", el texto de una conversacion telefónica que sostuve hace varios dias con el secretario general de la Presidencia de la República, el doctor Germán Montoya, a propósito de una noticia que yo divulgué en RCN sobre el nombramiento de Julio César Sánchez para esa misma posición del alto gobierno.

Hubiera preferido, como ha sido mi costumbre a lo largo de casi veinte años de ejercicio periodistico, no tener que referirme en público a un dialogo privado que guarda relación con mi oficio. Pero alguien, cuya identidad desconozco, le contó a SEMANA una versión tan mañosa de ese episodio, y tan acomodaticia, que me veo en la penosa obligación de hacerlo, para que cada cosa quede en su sitio, y para que la verdad no salga maltrecha una vez más.

La relación de los hechos--como dicen en los juzgados--es de una claridad meridiana. Pocas horas después de haber transmitido la noticia que mencioné arriba, recibi un llamado telefónico del doctor Montoya. El primer error de SEMANA, y el menos importante de los que aparecen en su sección de informes confidenciales, consiste en afirmar que don Germán me hizo una "rectificación cordial". No era rectificación. Tampoco era cordial. Fiel a la tradición de hombre enérgico que sus amigos le conocemos y le admiramos, empezó por olvidarse de saludarme y, de entrada, me llamó "irresponsable". En seguida, sin respirar siquiera, me lanzó este emplazamiento sumario:
-Usted tiene que darme el nombre de la persona que le dio esa noticia.

--Lo siento mucho --respondi--Usted sabe muy bien que jamás logrará eso de mi.

--Entonces --prosiguió don Germán--¿por qué en esta ocasión no me llamó, como ha hecho otras veces, para confirmar su noticia antes de divulgarla?
--Porque --le expliqué-en esta ocasión mi fuente informativa era mejor que usted.

--En el gobierno--añadió don Germán-la única fuente mejor que yo es el Presidente de la República.

--Conclusión que usted saca --le dije textualmente.

--Además --dijo don Germán--¿de dónde saca usted que ya el gobierno británico dio su beneplácito para mi nombramiento como embajador en Londres?
(Paréntesis: agreement fue la palabra que él usó, pero a mí me parece muy fea).

--Lo cual demuestra--le repliqué, asombrado-que usted no oyó mi noticia, y me está reclamando por lo que alguien le contó: yo no dije eso.

--Pues aquí en Palacio--dijo él-me hicieron una transcripción del noticiero de RCN, y usted dijo eso.

--Pues le están mintiendo los que hicieron la transcripción. Yo jamás he dicho eso.

--¿Puede usted regalarme un "cassette" con la grabación de su noticiero? --pidió don German, menos agresivo.

--Debería bastarle con mi palabra--le dije--pero con mucho gusto le mando la cinta.

Se la despaché en el acto. Nunca supe si le llegó porque hasta el momento no se ha producido, de parte suya, lo que en el comercio se llama un acuso de recibo.

Eso es todo. No en vano me enorgullezco de una sola cosa en esta vida: de mi memoria. Soy bruto pero no olvidadizo. De manera, pues, que resulta ingenuo creer como lo afirma SEMANA, que don Germán me haya ofrecido, en ese diálogo, pasarme al teléfono al Presidente Barco, "que está aqui a mi lado", y que, en respuesta, lo único que yo hice fue agachar la cabeza.

Ingenua afirmación, y conmovedora, por varias razones. Porque sería imperdonable que a un periodista le ofrezcan ponerlo a hablar con el Presidente y él se niegue a aprovechar semejante oportunidad. Sobre todo si, como en efecto ocurre, los periodistas colombianos estamos desde el 7 de agosto de 1986 intentando hacerlo con el presidente Barco.

Es ingenuo, además, que SEMANA piense que un periodista agacha la cabeza, abatido y humillado, porque se ha negado a revelar su fuente informativa ante un funcionario de tan elevadas campanillas. Humillante, para mí, hubiera sido lo contrario: ceder ante el poder y traicionar a mis informantes. Nadie podrá esperar de mí, jamás, jamás, jamás, semejante felonía. Ni siquiera la mujer en cuya cama duermo. No soy sacerdote que revela los secretos que oye en el confesionario. No aspiro, como el formidable San Agustín, a que mi lengua se conserve intacta más allá de la muerte. Pero espero que, por lo menos, se mantenga limpia de impurezas y deslealtades mientras esté vivo.

Poco después de esa conversación, don Germán le dijo a un amigo común que le dolía profundamente perder mi amistad. A mí me duele más, pero no puedo conservarla al precio de traicionar el secreto profesional.
Don Germán también me dijo que él tenía formas de obligarme a revelar mi fuente. No sé a qué se refería. Pero ni él ni ningun poder humano lo logrará jamás, al precio que sea. Yo sé que don Germán, a pesar de todo, comprende mi posición, porque él también es lo que en su tierra antioqueña llaman, con tanta propiedad, un frentero. Por eso, por leal, le estoy enviando a don Germán una copia de esta columna, cinco días antes de su publicación.

Una reflexión final: en cuanto a la veracidad de mi noticia, la ratifico plenamente. Otra cosa, muy distinta, es que así como don German no puede obligarme a revelar mis fuentes, yo tampoco puedo obligar al Presidente de la República a formalizar mediante un decreto los cargos que ofrece. --