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El síndrome del cliente

Cuando el "billete” es lo único que cuenta y volvemos un bien público un objeto transaccional, no es sorprendente que el conocimiento más mediocre se tenga por una suerte de educación.

Margarita Orozco Arbeláez, Margarita Orozco Arbeláez
21 de octubre de 2014

Uno de los daños ocasionados por ciertas estrategias de mercadeo ha sido la implementación de la palabra “cliente” para todo tipo de públicos. Sin importar de qué tipo de organización se trate, ahora los pacientes, los ciudadanos, los empleados y los estudiantes también son clientes, así no más, como si un hospital, una universidad o una institución pública fuese lo mismo que un sanandresito, y como si la salud, la educación o la cultura cívica fuesen el mismo bien que una faja reductora o un automóvil.   

Es así como uno oye a directivos de universidades hablando de conseguir clientes, para referirse a los estudiantes, sin que les pique la lengua o les dé escozor en el cuerpo, mientras entrenan lacayos en sus oficinas para aplicar las más feroces técnicas de mercadeo: “No se preocupe, que la entrevista es muy fácil y si le va mal, aquí lo pasamos igual”; “trae un referido a la U y te bajamos el 30 % de tu próxima matrícula”;  “estudie una semana al mes y obtenga su título”; “sea profesional en menos tiempo”; “no importa que haya pasado un mes desde que empezaron las clases, si trae la plata, puede comenzar hoy mismo”.  

Lo perverso de la estrategia es que se obtiene cantidad ($) en lugar de calidad y los procesos de aprendizaje no se hacen accesibles a las personas exigiendo estudio, esfuerzo y vocación, sino mediante la falsa expectativa de hacer muy poco para obtener trabajos inmediatos y atractivos ingresos que los llevarán a convertirse en famosos, como algunos egresados que hoy salen en la televisión y que forman parte de la promoción publicitaria.  

Dentro de semejante cadena alimenticia, los profesores también deben vestirse de “gestores y vendedores” con el fin de cuadrar las cuentas de la “empresa” para la que trabajan y agradecer a los promotores los favores recibidos en número de matriculados que hacen posible que se les pague el sueldo. Así, los docentes contemplan deprimidos que el semestre académico se pasó volando y que no tuvieron tiempo de atender lo fundamental por estar yendo a reuniones inútiles y completando las demandas que el sistema burocrático exige, mientras la lectura, la preparación de clases, la investigación quedan relegadas a los “ratos libres” porque se olvida que un profesor de verdad, de los buenos, es, ante todo, un ávido lector, un insaciable estudiante.

De esta forma se venden diplomas y grados y por eso, no nos debería sorprender que existan ingenieros a los que se les caen los edificios y médicos que reciben plata de las farmacéuticas por recetar medicamentos sin revisar ni siquiera a los pacientes. Si las universidades se comportan como negocios y los estudiantes se vuelven clientes que se reclutan para consumir la “mercancía de la educación”, sin que nadie se preocupe por la calidad de la enseñanza, mejorarán las cifras de profesionales y las universidades pasarán exitosos reportes de gestión financiera, pero estaremos cada vez más lejos de tener una ciudadanía responsable y competitiva.

Cuando el "billete” es lo único que cuenta y volvemos un bien público un objeto transaccional, no es sorprendente que el conocimiento más mediocre se tenga por una suerte de educación superior. Puro consuelo de tontos, que hace felices a quienes se enriquecen con ese propósito y creen hacer un trabajo altruista a costillas del deseo de superación de esos “clientes” que todavía piensan que la ignorancia se quita con sólo pagar por el cartón.

margaraorozco@yahoo.es
En Twitter: @morozcoa

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