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El tapen y destapen del gobierno

Frente al escándalo de la para-política, el gobierno ha enviado señales contradictorias. Por un lado parece resuelto a respaldar a la justicia pero, por el otro, se ha empecinado en proteger a los salpicados. ¿Por qué? Por María Teresa Ronderos.

Semana
3 de marzo de 2007

El gobierno de Uribe parecen dos. Uno, el que amplió el presupuesto de la Corte en 3.000 millones de pesos para fortalecer su capacidad investigativa en el proceso contra los congresistas involucrados en la para-política.

El que mantuvo su promesa de campaña de 2002 de que no habría cárceles privilegiadas, y ha enviado a los senadores y representantes, como cualquier otro colombiano acusado de graves delitos, a La Picota. El mismo gobierno que no titubeó en relevar de su cargo al condecorado coronel Hernán Mejía, inmediatamente después de que un testigo creíble había denunciado su participación en violaciones a los derechos humanos, corrupción y vínculos con el jefe de las AUC, ‘Jorge 40’. Además, el Ministerio de Defensa envió el expediente del coronel Mejía a la justicia regular, y el ministro Santos sacó un comunicado de prensa donde enfatizó su política de “cero tolerancia con las violaciones de los derechos humanos y con cualquier vínculo de miembros de la Fuerza Pública con organizaciones al margen de la Ley” y mandó el mensaje claro y contundente de que “aquellas bajas que no sean el resultado de operaciones de la Fuerza Pública son absolutamente inaceptables”.

Es un gobierno que, como argumentaron encendidamente dos de sus ministros ante el Congreso la semana pasada, defiende las reglas del juego democráticas, cáiganle a quien la caigan. Y, sin duda, es una defensa con sustento.

Pero también está el otro gobierno de Uribe. El que ante las publicaciones periodísticas sobre posibles irregularidades en el DAS, en lugar de pedir investigación y transparencia, arremetió contra la prensa, defendió al director Jorge Noguera y a otros, a capa y espada, y lo premió con un cargo diplomático en el exterior. Le dio así un fuero que lo protegía y que le hizo más difícil la vida a la justicia para procesarlo.

Es el gobierno que, ante el anuncio de un debate de la oposición de izquierda y las críticas del también opositor liberalismo, no sale a convocar a la sociedad para que brille la verdad y sobre ésta se pueda construir un país que no repita los errores del pasado. Más bien lanza una arremetida preventiva contra sus críticos, con golpes bajos sobre su pasado.

Súbitamente al mismo presidente Uribe que había respaldado, como congresista, el indulto al M-19 a fines de los 80, hoy le parece que nunca dejaron de ser guerrilleros. El mismo que convivió políticamente con los líderes desmovilizados por 15 años, y nombró a varios de ellos en su gobierno, como señal de que reconocía que habían respetado las reglas de juego democrático desde cuando dejaron las armas, hoy dice que las opiniones de los ex guerrilleros son actos terroristas.

Es el gobierno que de manera irracional pretendió sostener a toda costa a la ministra que tiene la tarea de llevar la vocería de la Colombia legítima al exterior, cuando media familia suya estaba acusada de los delitos arquetípicos de la peor imagen internacional de Colombia: paramilitarismo, narcotráfico, secuestro.

¿Por qué esta contradicción? ¿Por qué le juega al tapen y al destapen? ¿Cuál es la verdadera estrategia? ¿Será simplemente un plan de “sálvese quién pueda”, y Uribe, frío y curtido político, no se la va jugar por nadie, y sólo evita que se le acerquen demasiado? ¿Será más bien que, precisamente por haber sido tildado tantas veces de paramilitar, quiere pasar a la historia demostrando lo contrario, que fue él quien debilitó y permitió que salieran a la luz los para-paramilitares (aquellos que auxiliaban secretamente a los paramilitares)?

La respuesta más probable es un poco de cada cosa. Pero mirando más al fondo, se adivina que las dos estrategias son, paradójicamente, complementarias. Uribe negoció con el paramilitarismo porque este se había convertido en un poder de facto tan pesado, que había infiltrado regiones e instituciones nacionales. El contenido exacto de los pactos implícitos es aún desconocido, pero los hechos hacen deducir que a cambio de su desmovilización, les dio juego político (el Incoder, el DAS, la Supervigilancia, etc.). Por eso ha intentado defender esas fichas que han ido cayendo. También hizo otras concesiones como permitir el ingreso de algunos más narcos que paras (Sierra, ‘Gordolindo’, etc.) o darles finca por cárcel hasta que Ralito y, luego La Ceja, se empezaron a convertir en otras ‘Catedrales’.

Pero tampoco podía dejar que los paras se pusieran de ruana el poder. Tuvo que mostrarles dientes a lo largo de toda la negociación. Y hoy tiene que acudir a las mejores instituciones democráticas para que le ayuden a pararles la ambición, a desinflarlos. Por eso ha respaldado a la justicia y ha tomado la decisión de dejar caer a muchos de los cómplices de los paras.

La contradicción del gobierno Uribe no es, sin embargo, algo nuevo. Es más de la misma política a la que han apelado periódicamente los gobiernos colombianos para lidiar con el creciente poder ilegal de turno. Se trata de un poco de zanahoria y un poco de garrote. Así lo hizo Pastrana con las Farc: les dio el Cagúan, pero modernizó el Ejército con el dinero gringo.

Y así Gaviria, con el cartel de Medellín, le diseñó un conveniente sometimiento a la justicia, pero a quienes no lo cumplieron, como Escobar, los persiguió hasta eliminarlos.

Y así Samper, con el cartel de Cali. A su campaña los capos le inyectaron seis millones de dólares para que ganara la presidencial, pero luego los atrapó a uno por uno.

Ojalá llegara un día un gobierno que dejara de negociar con el enemigo seleccionado de turno; uno que pudiera gobernar de verdad y no simplemente comprar gobernabilidad a cómo dé lugar. Pero para eso faltan muchas cosas…

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