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EL TRAPICHE DE OPINION

Semana
27 de junio de 1983

Cuentan los historiadores que en la época antigua apareció la distinción entre las profesiones y los oficios; los últimos correspondían a ocupaciones bastardas, propias de la horda. Todo parece indicar que también en Colombia se abre camino una bastardía ocupacional, unos oficios hacia los cuales se dirigen las miradas recriminatorias de la opinión pública acuciosamente atizada por ciertos círculos oficiales. Hoy es un delito de opinión ser trabajador de puerto, comerciante de San Andresito, pequeño rentista o banquero. Laboriosamente, se ha venido sometiendo esos roles al efecto demoledor del "trapiche de opinión". A los trabajadores de puertos se los ha convertido en una especie de lázaros ricos cuyas pretensiones salariales constituyen una imperdonable ofensa a los bajos niveles salariales del resto de sectores de la economía. Acorralados por las informaciones que los presentan como unos impertinentes ricachones de $38.000 mensuales promedio de ingresos, el trapiche no les ha dejado una salida distinta de la auto-crucifixión para espiar su culpa de quererse igualar por lo alto en una sociedad donde la progresiva proletarización de la clase media indicaria que la nivelación se hiciera por lo bajo. Y están los comerciantes de los denominados San Andresitos que, junto con las señoras contrabandistas de Bogotá, Cali, Medellin y Barranquilla están -según el gobierno- quebrando a Coltejer, Fabricato Paz del Río y lo que queda por quebrarse en nuestro sector industrial moderno y en el IFI. Si estos pobres vendedores de telas y electrodomésticos tuvieran el poder que se les atribuye para despedazar un modelo de desarrollo entero, la guerrilla estaría en los San Andresitos y no en el Caquetá, el Magdalena Medio y los territorios orientales. Pero aqui, como en el caso de los trabajadores portuarios, también la rueda del trapiche gira haciendo milagros. Convierte la persecución de maletas que vienen de Panamá y el desalojo de los modestos centros comerciales que se presentan como sucursales del archipiélago, en fetiches de corrupción para que la opinión palpe, sienta y vea que sí se está luchando contra el contrabando.
El Decreto 3817 sobre arrendamientos ha desatado una verdadera guerra de pobres entre unos inquilinos que se creen autorizados por la norma a no seguir pagando arriendos y unos pequeños propietarios que se mueren de hambre sin los miserables cánones. Ambos viviendo bajo el mismo techo están, por supuesto, que se matan. El trapiche acude rápidamente a dirimir el conflicto presentando al pequeño rentista como un reprobable ciudadano sin conciencia social, que trata de chuparle la sangre a su propio hermano cobrándole unos arriendos que, de producirse, irán seguramente a parar al gobierno en la forma de mayores impuestos, servicios y costos de reparación. Y quedan, para el cocinado final, los señores banqueros. Egoístas, ávidos, ambiciosos, no faltan los adjetivos denigrantes, los banqueros giran y giran exprimidos por el trapiche de opinión para producir el dulce jugo de chivo que calme la sed ética de una clase media explicablemente resentida por tener que gastar cada día más y más en aparentar tener lo que tiene menos y menos. Con dedo acusador se les señala y amenaza.
La palabra nacionalización se repite con la misma insistencia con que hablaban los sacerdotes inquisidores de la temida hoguera. Los presos se escapan al exterior mientras el trapiche sigue moliendo la confianza bancaria; los corresponsales extranjeros se asustan, se reiteran las amenazas: ¡por la restauración moral, la nacionalización bancaria!, repite el trapiche en su incesante trajinar rodante.
Frantz sorprendió con dolor la infidelidad de su esposa en el sofá de la sala: estaba con Fritz, su camarada. Luego de intensas cavilaciones y noches completas de insomnio, al fin encontró la solución a tan delicado problema, la solución ideal, la más genial y bien pensada: vendió el sofá de la sala. Las "soluciones Frantz" tampoco operan en Colombia. Los problemas salariales no se arreglarán convirtiendo las aspiraciones de los obreros portuarios en el sofá de la sala de nuestras injusticias sociales. Ni la industria textil volverá a ser eficiente porque quiten unos metros de tela estampada japonesa en la Aduana de Eldorado a una acongojada señora. Mucho menos se resolverán los problemas del pequeño propietario colombiano echándole el arrendatario encima para que devore lo que le deja el Estado. Ni la banca volverá a ser banca o podrá ser nacionalizada (por sustracción de materia) si nos seguimos comiendo la confianza con la cual trabaja. Hay que parar el trapiche de opinión porque al paso que vamos muy pronto los desempleados de la recesión serán vagos y los artistas vulgares desempleados.