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El viacrucis de la finca en Semana Santa

Todo me recordaba a la política colombiana. Veía una enredadera verde y en realidad veía a Fajardo. Nacía un pichón y pensaba en Duque. Observaba un árbol de tres ramas y me imaginaba a Uribe adueñándose de todas, qué peligro.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
31 de marzo de 2018

Quise exiliarme de la asfixiante realidad política en la pequeña finca que compré hace algunos años con el sudor de mi frente, en la cual procuro recluirme para realizar el plan de siempre: tenderme en una hamaca, con un libro en la mano, y, ya felizmente acomodado, atender con angustia los pedidos
del señor cuidandero, que para colmo de males se llama Belisario:

–Doctor, se fue el agua –informa tan pronto como uno inicia la lectura de una novela.

–Doctor, hay un hueco en las tejas –indica cuando lo ve a uno concentrado.

–Doctor, parece que se metió una chucha –intimida en el momento de la siesta.

Porque tener finca consiste en eso: en oír quejas. Como le sucede a Vargas Lleras con los caciques regionales, uno cree que tiene finca; pero es la finca la que lo tiene a uno.

Pese a todo, ser propietario de un terrenito es una forma de esclavitud moderna y pequeñoburguesa que solo adquiere sentido en momentos como este: cuando es Semana Santa y uno siente que echa humo por todas partes y necesita salir de circulación, como un bus de TransMilenio.

Viajé, pues, en familia, dichoso de descansar de las insólitas noticias de la campaña electoral. En estas elecciones nada tiene sentido. Las encuestas suman 101 por ciento. Fajardo habla de su candidatura en metáforas ciclísticas, como si se le hubiera zafado la cadena. De la Calle pasa de tomarse una pola en solitario a invitar a Fajardo a un café, en un gesto que, a su edad, será determinante no sé si para su candidatura, pero sí para su gastritis. Duque dejó de ser un ‘mozalbete inteligentón’ cuya trayectoria le merecía aspirar a, no sé, dirigir Fedesarrollo, y se convirtió súbitamente en el líder de las encuestas. Ahora pregona que hay un exceso de cortes, como si Colombia no fuera una democracia, sino un pueblo adscrito a Electricaribe, y pretende crear una megacorte a la mejor manera del castrochavismo, para celos de Petro, quien, modesto, como siempre, se compara en la plaza pública con Gaitán, con Galán: solo le falta hacerlo con Bolívar, a quien sí se asemeja (hablo de Gustavo, naturalmente). Los candidatos debaten si es mejor el aguacate o el petróleo, pero no dicen en qué contexto: si para un ajiaco o para tanquear una motobomba. Publican el tarjetón electoral y resulta que, número uno, aparece un candidato todavía más desconocido que Juan Carlos Pinzón, llamado Jorge Antonio Trujillo; y, número dos, existe una casilla para el voto en blanco, y otra más para los promotores del voto en blanco: ¿es serio eso? ¿Esa es la paz de Santos? Señores del voto en blanco y promotores del voto en blanco:¡únanse! ¡Tómense un café! ¡Un café con leche, al menos!

Ante semejantes despropósitos, qué necesario encontraba, entonces, oxigenarme en el campo, cambiar de problemas, hablar ahora del tejado de la casa y no del techo de las encuestas.

Pero a los pocos minutos de estar rodeado de naturaleza, todo me recordaba a la política colombiana. Veía una enredadera verde y en realidad veía a Fajardo. Nacía un pichón y pensaba en Duque. Observaba un árbol de tres ramas y me imaginaba a Uribe adueñándose de todas, qué peligro. El ternerito del vecino parecía una metáfora del gobierno de Santos, porque estaba débil, nació con manchas y mama como pocos. Y, para colmo de males, Belisario tuvo a bien echar machete sobre un almendro incipiente, en una triste alegoría de lo que puede hacer el uribismo con el Estado de derecho cuando retome el poder.
Nunca pude descansar. La cerca se rompió. Se perdió un perro. Hubo invasión de sapos. Al cuarto día soñaba con emprender el camino de regreso. No soportaba una nueva tragedia doméstica, una alegoría más. El Miércoles S anto, por ejemplo, nos quedamos a oscuras porque un fusible se había quemado. Pero era falsa alarma: el fusible no estaba quemado, y en eso se parecía a José Obdulio. Solamente había echado chispas. Como él.

Coticé tejas; compré úrea; taponé goteras; gasté una fortuna en una motobomba para solucionar la inundación que dejó un aguacero, y la tanqueé con aguacates, porque no conseguimos gasolina; y derroché el equivalente a pasajes y hoteles de diez años en la fumigación de unos gorgojos que acabaron con las puertas: dinero que, en teoría, me iba a ahorrar en viajes por haber comprado finca.

A las órdenes de Belisario, pues, trabajé como nunca lo había hecho, y no veía la hora de que se acabara el paseo; de clamar para que Petro subiera al poder y, efectivamente, como lo han hecho temer, expropiara las fincas a los pequeños burgueses como yo, para librarlos del yugo de los Belisarios, que esperan con avidez la venida del supesto dueño para amargarlo con daños y necesidades.

Soñaba regresar al saludable estrés citadino: entregarme al fragor de las noticias electorales; ingresar a Twitter para clamar a De la Calle que se tome ahora un café con el candidato Trujillo: todo suma.

Pero en el trancón de regreso sentí nostalgia. Y más cuando, ya en la ciudad, recibí una llamada de Belisario en que me informó que, efectivamente, la chucha se había colado. Aunque no sé si hablaba de la finca o a lo que está por suceder en las elecciones.

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