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¿Elecciones presidenciales inútiles?

Rodrigo Uprimny, director de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional, argumenta que la negativa del presidente Uribe a debatir con los otros candidatos restó mucha de su utilidad al actual proceso electoral.

Semana
27 de mayo de 2006

Ha sido muy desafortunado que el presidente Uribe se haya negado a debatir sus posiciones y estrategias con los otros candidatos, pues por un cálculo electoral, que desde el punto de vista de su interés personal o grupal pudo ser astuto, sacrificó un importante bien colectivo: los beneficios de que hubiera una discusión pública de sus propuestas. Y por ello las actuales elecciones presidenciales perdieron gran parte de su utilidad para la sociedad colombiana.

Esto es así porque la función del proceso electoral en una democracia no es sólo permitir que los ciudadanos expresen sus preferencias y seleccionen periódicamente al gobernante de turno; las elecciones deben también estimular el debate ciudadano sobre los asuntos colectivos.

Con esa tesis no desconozco que el papel de las elecciones en la selección de las autoridades es trascendental. Pero no se debe minimizar su función en la promoción de la discusión ciudadana, pues la deliberación pública de los asuntos colectivos contribuye al logro de una sociedad más justa.

Sin pretender ser exhaustivo, recuerdo algunas de las bondades de la discusión pública, que han sido destacadas por los defensores de democracias robustas y deliberativas.

Primero, la discusión pública permite corregir errores, puesto que somete los argumentos empíricos y teóricos a la controversia de los opositores, quienes, al destacar las debilidades de las tesis rivales, permiten avanzar en la construcción de decisiones más racionales.

Segundo, la deliberación pública permite igualmente hacer más justas las decisiones, por cuanto obliga a tomar en consideración los intereses ajenos. Las mayorías no pueden simplemente ignorar las visiones de las minorías, argumentando que son intereses minoritarios, pues dicha actitud, por su profundo irrespeto a la dignidad de los otros, resulta poco defendible públicamente en una democracia.

Tercero, y directamente ligado a lo anterior, la publicidad obliga a presentar abiertamente las razones que sustentan la decisión adoptada, con lo cual ciertas motivaciones manifiestamente injustas quedan excluidas del debate político porque, precisamente por ser socialmente inaceptables, no pueden ser defendidas abiertamente. Por ejemplo, nadie defendería públicamente una exención tributaria simplemente porque lo beneficia personalmente aunque sea catastrófica para las finanzas públicas; quien quiera que dicha exención sea adoptada en un debate público tiene que mostrar que ella es aceptable en términos del bien común.

De esa manera, y en cuarto lugar, la discusión pública de los asuntos comunes estimula la formación de virtudes importantes en los ciudadanos y en los líderes políticos, en la medida en que los obliga a ir más allá de sus intereses puramente personales.

Quinto, la deliberación pública permite también un mayor control ciudadano sobre las autoridades, con lo cual realiza en forma más profunda los ideales del Estado de derecho y de la soberanía popular, pues obliga a los funcionarios a justificar y explicar sus decisiones.

Por último, las decisiones que son producto de una discusión pública tienen además mayores posibilidades de ser acatadas voluntariamente por sus destinatarios, pues no son vistas como una imposición arbitraria sino como una determinación que se encuentra justificada por razones públicamente conocidas.

Por todo lo anterior, la validez de una decisión democrática no reside únicamente en que ésta haya sido adoptada por una mayoría, sino además en que ésta haya sido públicamente discutida, de tal manera que las distintas razones para justificar dicha decisión hayan sido debatidas, sopesadas y conocidas por la ciudadanía.

El proceso electoral, en una democracia madura, no es entonces únicamente el momento en que los ciudadanos expresan sus preferencias; es también la oportunidad para que los candidatos y la ciudadanía debatan públicamente sus posiciones, a fin de que exista una deliberación colectiva acerca de los programas de los distintos candidatos.

Un elemento esencial de dicha deliberación es obviamente el debate entre los principales candidatos, en igualdad de condiciones, sobre los asuntos de mayor trascendencia, pues es la oportunidad para que los ciudadanos evalúen la solidez de las posiciones de los diversos aspirantes.

La negativa del candidato Presidente a debatir con sus rivales ha sido entonces decepcionante. Los argumentos dados por el propio Presidente o por sus seguidores para eludir dicho debate no son convincentes.

Así, la tesis de que dicho debate era innecesario -pues el Presidente discutió con la prensa y se comunicó directamente con el pueblo- no es aceptable, ya que desconoce la especificidad del debate entre candidatos. Estas controversias son una confrontación de posiciones rivales, pues cada candidato tiene interés en mostrar la debilidad de las propuestas de los otros aspirantes. Y las discusiones suelen estar estructuradas para garantizar la igualdad de condiciones entre los candidatos. En cambio, los periodistas no tienen interés en confrontar al Presidente y el diálogo de los gobernantes con el pueblo no se caracteriza propiamente por la igualdad de condiciones.

Menos admisible aún es la tesis de que la dignidad presidencial impedía que el Presidente se rebajara a discutir en igualdad de condiciones con los otros candidatos, pues ignora que se trata de un gobernante que persigue la reelección. Ahora bien, uno de los argumentos usados a favor de la reelección inmediata es que ésta permite un ejercicio de rendición de cuentas, por cuanto el gobernante debe responder por sus actuaciones ante los ciudadanos y éstos pueden juzgar si ha realizado una buena labor o no, para decidir entonces si lo reeligen. El propósito de ser reelecto exige entonces más disposición para participar en los debates públicos, con miras a que se juzgue una obra de gobierno.

En otro país más serio, esa negativa presidencial a debatir con sus rivales hubiera sido sancionada con una caída del apoyo de los ciudadanos, que hubieran sentido burlada su oportunidad de examinar las posiciones del Presidente confrontadas con las de los otros aspirantes; pocos en Estados Unidos o en Europa aceptarían que un presidente o primer ministro que aspire a la reelección rehuyera esos debates.

En cambio, en Colombia, muchos recibieron y aplaudieron esa negativa como una gran astucia electoral. Un síntoma preocupante de la precariedad de nuestra cultura democrática.

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