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Juan Carlos Florez Columna

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En el filo de la navaja

El que las protestas de los meses pasados hubiesen languidecido, sin aparentes logros políticos, no debe engañarnos. El tremendo malestar social sigue vivo.

Juan Carlos Flórez
18 de septiembre de 2021

En varias ocasiones en su historia, nuestro país ha transitado por el filo de la navaja; siempre que las élites políticas y los grupos a los que representan deciden romper el juego acudiendo a la violencia extrema, nos vemos sumidos en espantosas guerras que traen consigo pérdidas humanas inmensas y nos condenan a una espiral infinita de nuevas conflagraciones y conflictos. De esa manera el siglo XIX, época de caudillos y de interminables guerras, reaparece una y otra vez, a veces con otros actores, pero con un guion similar: “me lleva él o me lo llevo yo”, como lo cantó Lorenzo Morales.

La espantosa guerra civil religiosa de 1876 a 1877 abrió paso a la guerra de los Mil Días que principiaría dos décadas después, en octubre de 1899 y que, por su ferocidad, superó todo lo vivido a lo largo de ese guerrero siglo. La centuria pasada mantuvo la tendencia de saltos de la violencia de baja intensidad a la de alta intensidad y viceversa, y quizá el único cambio fue que la gente docta y los políticos dejaron de hablar de guerras civiles e inventaron nuevos términos: que la violencia, que el conflicto armado. Pero a los cientos de miles de víctimas, a sus viudas y huérfanos, a los despojados de sus tierras y heredades, a los millones que llegaban a refugiarse en las ciudades con una mano atrás y la otra adelante, esos juegos lingüísticos citadinos poco les importaban. Lo que les había costado la vida a sus parientes, la causa de sus innumerables sufrimientos era la guerra monda y lironda.

Quienes juegan en el filo de la navaja son siempre los políticos y las gentes doctas que les acompañan, pero una vez desatada la guerra estos se atrincheran en la seguridad de las ciudades o en confortables refugios, de los cuales regresan de nuevo a ocupar posiciones de prestigio, como ocurrió con Laureano Gómez, cuando regreso de Benidorm, para darle la bendición al Frente Nacional y para echarle tierra a su responsabilidad en la salvaje guerra civil de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX.

Hoy, de nuevo, el sórdido rumor de la guerra crece con brutal desparpajo en muchas regiones del país. En sitios que padecieron el asedio de grupos criminales de toda laya, como Bojayá y Vigía del Fuerte, dos pueblos limítrofes entre Antioquia y Chocó, es evidente el reclutamiento de los jóvenes para lo que puede convertirse, en menos de lo que canta un gallo, en una nueva guerra. Y esto ocurre en medio de un debate político cada vez más hirsuto y sectario en las ciudades, en el que a algunos solo les falta proferir sentencias de muerte contra sus adversarios. Pero ya ni tienen que hacerlo, puesto que basta con crear un clima de odio para que se encuentren los homicidas dispuestos a realizar su siniestro oficio.

El juego de muchos políticos, en el filo de la navaja, ha vuelto a ponerse al rojo vivo y las fuerzas de la muerte, que ganan con cada guerra civil, están listas para poner sus máquinas de destrucción en marcha. ¿Sobrepondrán los intereses de la sociedad a sus mezquinos designios y corregirán el rumbo antes de que la inercia de la guerra les gane la partida? No podemos esperar que ellos se detengan si como sociedad no nos movilizamos contra esas fuerzas que ganan con la destrucción. Hemos aprendido que no todo el mundo quiere la paz, pues no son pocos los que ganan con la guerra. Es decisivo que todo el campo democrático sea capaz de ganarles a estas fuerzas que no han querido modernizarse, que rechazan las demandas de las mayorías rurales y urbanas a favor de más igualdad tanto en las oportunidades como en el trato, de más justicia, por una sociedad que deje atrás la iniquidad del racismo y el clasismo.

Perpetuar la guerra y modernizar socialmente a Colombia son antípodas, pues el país no puede ser reformado, en bien de la mayoría, si la violencia de baja intensidad o la guerra civil desatada son los instrumentos permanentes para frenar la transformación social. La destrucción de liderazgos sociales, ambientales, juveniles, políticos retrasa el desarrollo de nuestra sociedad en cuanto que la priva de un capital humano valiosísimo que tarda décadas en ser creado de nuevo. Y este es un daño inmenso en una época que exige de un masivo cultivo del talento a través de la educación formal y no formal –cada vez más experimental– para responder a los inmensos retos que la crisis de la vida en el planeta nos plantea.

Somos un país urbano en el que la sociedad ya no aguanta tanto como se vio obligada a hacerlo la Colombia rural. El que las protestas de los meses pasados hubiesen languidecido, sin aparentes logros políticos, no debe engañarnos. El tremendo malestar social sigue vivo. Estamos ante una encrucijada decisiva antes de que se encienda una nueva guerra. O reformas pacíficas o catástrofe.

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