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Ensayo para una revolución

El trabajo honesto y los impuestos de millones de colombianos son aprovechados por unos muérganos que aspiran a ser elegidos y reelegidos en el 2018.

Yezid Arteta, Yezid Arteta
13 de julio de 2017

Colombia tiene una asignatura pendiente: hacer su propia revolución. No estoy pensando en una réplica de la toma del Palacio de Invierno, un asalto a los cielos como lo intentaron los comuneros de Paris, un ataque a una rama del poder público como lo hizo el Eme o pegándole un balazo al presidente de turno como lo sugiere el espantajopo de Abelardo De La Espriella. Me refiero a una revolución no violenta, tranquila, pero radical en sus valores. Una revolución, cuesta escribirlo, necesaria hasta para el propio sistema. 

La fatiga se percibe en las instituciones del Estado. Las largas siestas y los ronquidos del sempiterno senador Roberto Gerlein en las sesiones del Congreso parecieran indicar que la catástrofe que padecen millones de colombianos les importa un comino a los operadores políticos tradicionales. Se sabe de una corrupta telaraña de fiscales y jueces cuyos fallos dependen de la cantidad de sexo, licor y dinero que ofrezcan los implicados en una causa. Desde el Frente Nacional no hay gobierno que no haya tenido en su nomina a un gánster o un empresario que trabaja para su negocio o hacienda. El trabajo honesto y los impuestos de millones de colombianos son aprovechados por unos muérganos que aspiran a ser elegidos y reelegidos en el 2018.

Un lado de la moneda. La mujer y el hombre de la calle están enfadados con estos muérganos. Los estudiantes dicen que el país es una mierda. Los campesinos siembran y comen yuca, plátano y papa mientras miran de reojo al resto del país. La mayoría de funcionarios del país que cobran bajos salarios, van a sus puestos de trabajo con el desgano de quien sabe que está laborando para un Estado capturado por un entramado de muérganos que legislan y gobiernan en contra de la gente de a pie. Los policías salen de sus casas, armados con revolver y bolillo, sin saber qué les traerá el día en un país en los que hay más armas que gente. El soldado se hace la señal de la cruz antes de lanzar el asalto a una banda de narcos, aliados a terratenientes, que financian a políticos locales. Un grupo de desempleados se arremolinan frente a un televisor para ver cómo va en el Tour el «pelao» Urán, el ciclista al que le tocó probar suerte en Italia, porque a su padre los «paras» lo asesinaron en Urrao.

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El otro lado de la moneda. Los muérganos. Políticos profesionales y personajes inmorales colocados en las cumbres del Estado por los primeros. Rabiosos y arrogantes. Un día son de un partido y al día siguiente de otro. Es la gente peor valorada por la opinión pública. Los causantes de que los grandes problemas de la nación se transformen en violencia. Los que cobran millonadas por ir a dormir la siesta en el Congreso o llevan un enjambre de escoltas, pagados con el dinero público, para ir hasta un salón a que les arreglen y esmalten las uñas. La revolución pacifica, tranquila, es contra estos muérganos, los principales responsables de la crispación, la rabia, la inmoralidad y la violencia que avergüenza a Colombia.

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Durante este milenio hubo «primaveras» en todos los continentes. Revoluciones sociales, pacificas, que han cambiado el tablero político y saneado algunas de las cloacas del Estado. Nuevos rostros han llegado a las instituciones. Gente sana, común y corriente, que no trae los malos hábitos de los políticos profesionales. Colombia es un país tropical. No tiene primavera. Tiene invierno y verano. Llueve y escampa. Habrá un «verano» o un «invierno» social en Colombia que jubilará a la mayoría de los actuales políticos profesionales. La inmoralidad que cada día trae un titular de prensa en Colombia, es una bomba de relojería que explotará en la cara de sus promotores. Ese «verano» o «invierno» social tomará forma, se fertilizará electoralmente. Tendrá el rostro de los movimientos sociales encallecidos por la dura faena, los cuales miran con ilusión las caras radiantes de esos jóvenes condenadamente urbanos, multifacéticos, que están entendiendo que la única manera de cambiar las cosas es votando, formando bancada en el Congreso y ganado alcaldías.  

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¿Cómo funciona la lucha no violenta? Una pregunta fácil para esa bella e ingeniosa generación de jóvenes colombianos. Lo barro es que se dejen llevar por la impotencia, como aquellos chicos canadienses que al ver cómo la llamada «Primavera del Arce» de 2012 se frustraba, optaron por formas de protesta un poco extrañas e inquietantes que nadie parecía entender. Simon Lavoie y Mathieu Denis lo enseñan en su laureado largometraje «Ensayo para una revolución». El filme dura tres horas, menos de lo que se emplea en ir al trabajo y volver a casa, en una ciudad como Bogotá, gobernada por tipo que la ha dado por vender lineas telefónicas.

* Escritor y analista político
En Twitter: @Yezid_Ar_D
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