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Entre Fedegán y las Farc

Es imprescindible una alianza de la guerrilla, las organizaciones campesinas y la izquierda con la dirigencia empresarial y política interesada en modernizar el campo.

León Valencia
15 de diciembre de 2012

Me preocupa el rumbo que está tomando la discusión sobre el problema agrario de cara a las negociaciones de paz. He asistido a varios foros entre expertos y líderes políticos y sociales. Se lanzan a la cara largos diagnósticos y complicadas propuestas para transformar el campo colombiano. No es eso lo que falta. Yo, que soy un simple columnista, explorador de temas diversos, de tanto oír sobre el asunto, tengo en mi cabeza el lío completo y las soluciones que se han ensayado en otras latitudes.

Resumo en unas frases lo que todo el mundo sabe. Tenemos una aberrante concentración de la propiedad, quizás la más alta del mundo: el 1,5 por ciento de los propietarios tiene el 52 por ciento de la tierra cultivable; también el más absurdo uso del suelo: 4,9 millones de hectáreas se dedican a la agricultura, 39,5 millones a una ganadería extensiva e ineficiente y cerca de 10 millones han sido concedidas para una explotación -de bajo compromiso social y muy agresiva con el medio ambiente- de minas e hidrocarburos. Esto ha llevado a que el campo sea más desempleado, más miserable, más pobre y más comprometido con la guerra, que las ciudades.

Sigo. Está demostrado que la pequeña y mediana producción campesina acompañada de seguridad, de créditos, de asistencia técnica y de redes de comercialización, es abiertamente competitiva y puede generar mucho más empleo que la gran empresa agrícola. Pero también está demostrado que en algunos renglones de la agricultura es obligatoria una alta inversión de capital y la conformación de grandes empresas para resolver la creciente demanda alimentaria, jalonar el producto interno bruto y propiciar la modernización del campo.

Igualmente se sabe que solo una decisiva intervención del Estado y una creciente participación de las comunidades en la regulación y el control de la minería y los hidrocarburos puede conducir a transformar esa riqueza natural en riqueza productiva y puede mitigar el grave impacto ambiental y social que en otros países ha tenido el boom de la minería y el petróleo.

Es una pendejada discutir estas cosas sabidas mientras en el Congreso de Fedegán, realizado en la ciudad de Santa Marta, a finales de noviembre, José Felix Lafaurie enhebra una diatriba contra la posibilidad de un cambio en el agro derivado de las negociaciones de La Habana y arranca una salva de aplausos cuando dice que “no quiera Dios que hoy, los ganaderos, tengamos que tragarnos el sapo de una reforma agraria impuesta por las Farc”. Es la misma actitud que asumieron en 1971 frente a la movilización campesina pacífica y que llevó al ‘Pacto de Chicoral’ que suscribieron los gremios del campo encabezados por Fedegán con los liberales y los conservadores para echar al suelo la reforma agraria que había lanzado Carlos Lleras Restrepo.

Ahí está el principal obstáculo. La muralla que nadie ha logrado derribar. También juega en contra de la transformación profunda del agro, la resistencia de la guerrilla y de la izquierda toda, al desarrollo capitalista del campo, bien reflejada en algunos apartes del discurso de Iván Márquez en Oslo.

El país no puede perder la oportunidad que se abrió en La Habana para discutir una estrategia de choque que nos lleve a una redistribución de la tierra; y ahí, o se pacta con los grandes terratenientes o se los doblega, no hay otra alternativa. También es imprescindible una alianza de la guerrilla, las organizaciones campesinas y la izquierda con la dirigencia empresarial y política del país inclinada a la modernización del campo para estructurar un modelo que combine el impulso a la pequeña y mediana producción campesina con el desarrollo de la gran empresa agrícola y la explotación controlada y sostenible de la minería y el petróleo. Y para que esta revolución agraria fructifique es obligatorio desatar un gran proceso de organización y movilización de la población campesina.

Tal debería ser el centro de la discusión en el foro que por encargo de la mesa de La Habana organizan la Universidad Nacional y el PNUD. No sea que Bruno Moro y Alejo Vargas, después de reunir a un jurgo de expertos y líderes gremiales y políticos, les terminen enviando a los negociadores de paz una interminable lista de recomendaciones tan farragosas como inocuas.

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