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¿Es sagrada la libertad?

Lástima que los fundadores de las religiones sean más pacíficos que algunos de sus seguidores. Tampoco los fundadores del pensamiento ilustrado eran unos fanáticos

Semana
11 de febrero de 2006

Nada es sagrado, ni siquiera la libertad. El mundo de hoy es tan complejo, que mirarlo con los lentes de algún "valor absoluto" (y la libertad podría ser uno de ellos) nos puede conducir por un camino de violencia y destrucción. Aunque la libertad de expresión es un alimento fundamental para todas las otras libertades, los que la defendemos y queremos ejercerla

sin cortapisas, debemos tener siempre un límite, no impuesto por ningún Estado o por ninguna religión, sino una restricción que nosotros mismos deberíamos aceptar. Incluso los que creemos que nada es sagrado debemos tener, en aras de la convivencia pacífica, la sabiduría de no escupir sobre lo que otras personas -con razón o si ella- consideran sagrado.

En el mundo de hoy ya no hay culturas ni religiones aisladas. En la geografía real (India, Europa, Estados Unidos) muchas nacionalidades, tradiciones, idiomas y creencias conviven en un mismo espacio. Ni se diga en la geografía virtual de Internet: todos estamos ahí instantáneamente y las caricaturas de Mahoma publicadas en Dinamarca le han dado la vuelta al mundo entero durante semanas, al igual que la fatwa de líderes integristas islámicos que han condenado a muerte a los caricaturistas.

En estos días hemos visto muchos carteles como estos: "Europa es el cáncer y el Islam es la solución"; "Decapitar a quienes insultan al Profeta". Además ha habido muertos, y en algunos países se han incendiado embajadas y consulados occidentales; periodistas y misioneros de ONG han tenido que huir escoltados por policías para no ser linchados. En fin, unas caricaturas que para la sensibilidad occidental eran intrascendentes (pues aquí son tolerados con paciencia los dibujos burlescos de Cristo, de Dios o de la Virgen María), han servido para echarle leña y ganarle adeptos al fundamentalismo musulmán más odioso e inaceptable.

La libertad de expresión es una conquista fundamental y amenazar de muerte a quienes la ejercen de cualquier manera es una hiperreacción que todos debemos condenar. Pero la actitud desafiante de los periódicos que reeditan las caricaturas de Mahoma es una manera libre, sí, pero muy poco sensata de defender la libertad. Además, es contraproducente, pues sólo favorece a los defensores del "choque de civilizaciones", a los que pretenden que hay que tomar partido por la libertad absoluta o por la religión fundamentalista.

No es así; hay un terreno de encuentro en esta disputa de valores entre las creencias religiosas y la libertad de expresión. Los moderados no gustan mucho. Ya se sabe, parecen aguas tibias, y los fanáticos los vomitan. Pero si no queremos convertir el mundo en una carnicería todavía peor de la que es, hay que acudir a los moderados del Islam, que son la mayoría, y que también rechazan que la burla se castigue con asesinatos, y a los moderados de Occidente, que entienden que sus valores de libertad no deben imponerse como algo sagrado que nunca debe ser objeto de autorregulación. Así como en la vida diaria un censor interno en el lóbulo frontal nos impide decir exactamente todo lo que pensamos, la libertad de expresión no consiste en publicarlo todo, sin tener en cuenta las heridas íntimas que podemos propinarles a los demás. Así como no se deben publicar chistes racistas, comentarios antisemitas o instigaciones a la violencia (y más por autorregulación que por decreto), la burla hacia lo que otros consideran sagrado debería siempre ponderarse con calma y moderación.

En el Corán hay episodios en los que Mahoma responde a los insultos con amabilidad. A las burlas y a los escupitajos, Jesús no se oponía con violencia, sino con una sonrisa entre triste y condescendiente. Uno no se imagina a Buda ordenando que le corten la cabeza a nadie porque se burló de su barriga de goloso. Lástima que en general los fundadores de religiones sean mucho más pacíficos que algunos de sus seguidores. Tampoco los fundadores del pensamiento ilustrado eran fanáticos furibundos. Voltaire y Diderot eran filósofos de buen humor que jamás instigaron a la defensa furiosa -aun a costa de vidas humanas- de ciertas libertades.

En este mundo complejo y multicultural que nos tocó vivir, donde en el mismo espacio conviven muchos tiempos históricos, muchas culturas, muchas sensibilidades, es mejor evitar (no por leyes inadmisibles, sino por autocontrol) las expresiones que aticen los odios y promuevan la intolerancia. En el río revuelto de los insultos y las amenazas, los que más pescan son los fanáticos, y es a ellos a quienes tenemos que temer y aislar. n

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