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Esos sucios talleres...

Sépanlo –les gritaba yo a sus enemigos–: el expresidente Uribe no irá a ningún juicio porque ya perdió el juicio.

Daniel Samper Ospina
5 de febrero de 2011

No me gustan los carros, pero tengo un Willys viejo que sube todas las montañas. Es chiquito, pero muy hábil para trepar. Lo compré porque me recuerda a Carlos Mattos.
 
Es el carro ideal para andar por las calles de esta Bogotá de Samuel Moreno: atraviesa cráteres, no se queda en las trochas, sabe subir en el barro. Uno lo puede meter en la 26 sin angustias. El único problema es que debo llevarlo al taller casi todos los días porque, al igual que José Galat, se trata de una verdadera antigüedad, de una reliquia andante. Por eso se le zafan los tornillos y patina con frecuencia. Y mi Willys, también.
 
Ya me acostumbré a que en el taller siempre suceda lo mismo: me cobran dos millones de pesos, me dicen que el daño quedó solucionado, y a los tres días vuelvo a quedar tirado en la calle con el jeep tan descompuesto como los uribistas que votaron por Santos.
 
Por culpa suya me he ido descapitalizando. Dejé a mis hijas sin estudios; a mi familia, sin salud. Cada peso que gano se va en pagar los múltiples talleres a los que lo llevo con ingenua esperanza, y hoy puedo decir que con lo que he invertido en esa chatarra podría haber comprado las acciones de Invercolsa que tiene que devolver el ínclito, el pulquérrimo doctor Fernando Londoño Hoyos.
 
En materia automotriz me declaro un ignorante orgulloso. Con tal de que no me explique el daño, le pago al mecánico de turno lo que me pida, sin hacer preguntas.

—Se le jodió el chicler, doctor.

Y yo, con la condición de que no me diga qué es un chicler, pago feliz mis dos millones de pesos. Pero el carro se vara a los días, y lo llevo de vuelta al taller:

—Eso es el cigüeñal, doctor.

Y yo, juiciosamente, giro otros dos millones desde que no me lo muestren.

—Esta vez se le jodió fue el cigüeñal del chicler.

Y yo hago cálculos y pago cuatro millones, sin chistar.

Siempre es igual. El Willys me tiene quebrado, pero me siento incapaz de salir de él. Arranca bien, y en eso se parece a Santos. Tiene llantas anchas, y en eso se parece al Gordo Bautista. Emite ruidos extraños por el exosto, y en eso se parece a Angelino. Pero exige mucho dinero. Y en eso se parece al exsenador Olano.

La última vez que me varé, y mientras acudían a mi rescate, oí la noticia de que Peñalosa será candidato único del Partido Verde. Me alegra. Es la mejor opción. Pero desde entonces me pregunto qué hará Uribe con sus talleres, ahora que existe un candidato de su gusto que ya no justifica su presencia de salvador luminoso. ¿Para qué sirven ahora esos talleres? ¿Qué utilidad tienen, si ya está listo Peñalosa, con quien simpatizan en La U?

Lo pregunto con cariño, porque siempre he sido un uribista convencido. Cuando querían montarle un juicio en el exterior, por ejemplo, salí en su defensa: sépanlo de una vez -les gritaba a sus enemigos-: el expresidente Uribe no irá a ningún juicio porque el expresidente Uribe ya perdió el juicio. Está loco. Miren cómo camina, cómo grita. Hace consejos de ministros con sus exministros, como si aún fuera presidente. Insulta a los periodistas por Twitter. Le pegan los caballos. Malditos caballos terroristas redomados: los veré en Ocaña, vestidos de guerrilleros, para ver quién ríe de último.

Hace poco, el pobre advertía que Bogotá necesitaba un médico porque estaba enferma. Los que lo queremos debemos advertirle que no solo Bogotá necesita un médico: él también. Y ojalá un médico psiquiatra. O un paramédico, si le da más confianza.

Como sea, y pensando siempre en su bienestar, tengo la salida para que no pierda el esfuerzo de sus famosos talleres ahora que ya no tienen razón de ser: que sirvan para arreglar carros. Uribe, finalmente, tiene modales de mecánico. Y nadie, como él, puede arreglar mi Willys.

Puedo ver ese taller: en la entrada está 'el Pincher' Arias tirado en el piso, sucio y flaco, que espanta las moscas con la cola y se rasca más que Lucho y el Registrador juntos. De una pared sucia cuelga un almanaque de María del Pilar Hurtado, que posa con una tanga diminuta en las playas panameñas. Los mecánicos se entregan a sus labores: Bernardo Moreno, todo untado, vulcaniza con desespero unos neumáticos chuzados; Sabas limpia una matera; Fabio Valencia, con los pantalones escurridos y medio cigüeñal al aire, aceita la maquinaria, como cuando era ministro; su hermano Guillermo le deja la cuatrimoto y se va, elegante, con dos botellas de guaro al motel más cercano.

Entonces aparece Uribe y da órdenes para que arreglen el Willys.

—¡Obdulio!

—¿Diga, patrón?

—¿Usted sabe de capós?

—Y de capos, doctor, por mi primo.

—Entonces lávelo, que está todo sucio.

—Ya llamo a mis hermanos, que ellos son los que lavan.

—¡Y todos ustedes -les ordena a los demás-, arreglen este carro!

Me entusiasma imaginar a la cúpula uribista trabajando en mi jeep, cada uno con una herramienta: César Mauricio, de rodillas, con una cruceta; el doctor Londoño con un serruchito; Tomás y Jerónimo con unas palancas. Si el problema es en la suspensión, interviene el Procurador, que, gracias a Piedad, es experto en la materia. Y si necesitan una bobina, llaman a Noemí.

Sé que lo van a dejar impecable, con autodefensas nuevas y todo. Pero aún me preocupa Uribe. Lo veo echando chispas como nunca. Y en eso se parece al motor de mi Willys.