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Esperanza

El 2014 que comienza será, probablemente, el año del armisticio. Se cerrará un largo ciclo de sufrimientos y agravios.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
29 de diciembre de 2013

El pasado 25 de diciembre la historiadora Diana Uribe hizo un programa especial de radio para ponernos a soñar sobre lo que sería Colombia si se le pusiera fin a la guerra. Insistía Uribe en lo difícil que será inventarse ese nuevo país, acostumbrados, como estamos, a creer que el conflicto armado es nuestro destino inexorable. El pronóstico de la historiadora es bastante optimista y alentador. Me sumo a esa manifestación de esperanza.

Este 2014 que comienza será, probablemente, el año del armisticio. Se cerrará un largo ciclo de sufrimientos y agravios; y se sellará por fin el pacto colectivo del nunca más matarnos por una idea. Del nunca más, imponer con plomo y dinamita un modelo de sociedad. Será el año en el que se empezará a pasar la página de la violencia política.

Se va a requerir de mucho valor, especialmente por parte de aquellos que depondrán las armas, y los odios, para enfrentar con realismo los actos del pasado. Para darles cara a las víctimas, y para confiar en sus adversarios. Será doloroso para los soldados de un lado y otro, despojarse de sus discursos heroicos y mirar con ojos más humanos la tragedia que han dejado a su paso. Se va a requerir también de una inmensa generosidad de parte de la sociedad, para cerrar las heridas que entre los colombianos han abierto décadas de enfrentamiento. Civilidad será una palabra por estrenar en los años por venir.  

Hay una generación, dos o tres quizá, que ha crecido con un país roto por el sectarismo, acostumbrada a ver cada noche en los noticieros la narrativa de la destrucción. Una generación que anda por ahí refugiada en el individualismo, en la quimera del sálvese quien pueda, cuando no ha hecho más que hundirse en la arenas movedizas del miedo y la desconfianza.

Por eso también se va a necesitar una profunda autocrítica. Un ejercicio de expiación colectiva por los silencios y la indiferencia. Por el acostumbramiento y el desdén. Por no haber hecho lo suficiente. Por el cinismo y la secreta complicidad en la que caímos. Pero, sobre todo, se van a necesitar imaginación y fe. Creer en que otro país es posible.

Un pacto de paz, si es que nos llega en el 2014, tendrá la fuerza simbólica de marcar un antes y un después. Nos quitará un fardo de encima. Será una promesa, un gran propósito de enmienda.

No será fácil. Los acuerdos básicos y las rúbricas serán apenas el comienzo de la prueba. Habrá que aprender a reformar en serio, en un país donde las reformas se quedan a mitad de camino o son saboteadas apenas se promulgan. Habrá que aprender a reconocer el territorio todo. Incluso aquel olvidado, minado, despojado, apaleado y expoliado. Tendremos que reconocernos en el indio y en el negro, en la viuda y en el huérfano. Habrá que seguir creando una nación a partir del dolor compartido. De la experiencia inolvidable de la sangre derramada.

Habrá que reinventarse las instituciones, tan frágiles a veces, tan opacas y, en todo caso, tan poco adecuadas para tiempos de paz. Y habrá que inventarse ese nuevo país aún en medio de violencias residuales, de la violencia social que no da tregua; de los justos reclamos de justicia; de los intereses enfrentados en una sociedad que seguirá siendo desigual seguramente por mucho tiempo. Del resentimiento de quienes tendrán que ceder, necesariamente, parte de su poder en pos de la paz.   

Habrá que actuar rápido para cerrar las brechas. Se necesitarán mucha lucidez, imaginación y terquedad. Habrá que convencer a medio país, que vive en ciudades donde aún muchos creen que la guerra no existe, que no es normal tener calles llenas de escoltas y militares. Que, en cambio, ser de izquierda o de derecha no son anomalías de la democracia sino justamente parte de su esencia, del juego del pluralismo.

Que la protesta y el reclamo son parte de la vida social y no riesgos o amenazas. Habrá que aprender a escuchar, a respetar al otro; habrá que poner manos a la obra para reconstruir el tejido social, a partir de sus ruinas y de sus resistencias. Tendremos que cambiar, incluso, el lenguaje, como lo ha dicho en varias ocasiones Eduardo Posada Carbó.   

Es posible que la educación, como predice Diana Uribe, se convierta en una prioridad nacional, y dejemos de estar orgullosos por ser tan imaginativos y persistentes en las artes militares. No existirán pretextos para dejar de construir grandes carreteras en zonas hasta ahora inexpugnables. Ni los habrá para el abandono de los más vulnerables. A lo mejor, el campo nos volverá a importar.

Nada cambiará de la noche a la mañana. Todo será al principio imperceptible, incluso por momentos parecerá que las cosas van peor. Pero la esperanza seguirá moviéndonos. La esperanza será el motor para recorrer el difícil camino de la posguerra. Como lo están recorriendo países con conflictos más largos, duros y amargos, como Sudáfrica e Irlanda.

Tengo esa esperanza. La esperanza de que esté llegando un tiempo nuevo. Esperanza que me transmitió una bella tarjeta de navidad que recibí este fin de año, con una frase de Lou Reed: “No dejemos que nuestro pasado se convierta en nuestro destino”.

Feliz año a todos.

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