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Amapola

Paz Colombia en una oportunidad, no ya para inmiscuirse en la guerra interna colombiana, sino para usar al país como peón de estribo en las guerras propias de los Estados Unidos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
27 de mayo de 2017

Primero, la nota frívola. Todo el Centro Democrático, encabezado por su jefe supremo, se proclamó gravemente insultado por una amable burla de Daniel Samper Ospina a su abanderada la senadora Paloma Valencia, que a su hija recién nacida le puso el nombre de una planta opiácea perseguida por las leyes de los Estados Unidos. Una ofensa “a mi Día de la Madre”, la llamó en su columna de El Nuevo Siglo la senadora. “Cobarde maltratador de niñas”, denunció a Samper el senador en su megáfono electrónico. Pero más agresión contra una niña indefensa fue la del propio Uribe en su presentación de la convención de su partido. Dijo, entre risotadas procaces: “Hace unos días tuve la oportunidad de cargar a Amapola. Y me dije: cuál mano le pongo: la dura, o la blandita”. Y todos los uribistas celebraron la grosería con grandes carcajadas, empezando por la madre de la niña ofendida.

Pasando a las cosas serias: esa persecución de las plantas prohibidas sigue estando en el centro de las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos de Donald Trump, como lo ha estado durante las últimas décadas. ¿Prohibidas por quién? ¿Prohibidas en beneficio de quién? Tímidamente, el presidente Juan Manuel Santos se atreve a recordar de cuando en cuando que la guerra contra la droga ha fracasado: pero lo toman como si fuera un chiste. La voluntad del gobierno de Washington es que esa guerra siga, porque la prohibición, y solo ella, es la causa de que sea el mejor negocio del mundo. La guerra contra la droga, como todas las guerras, es también un negocio.

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Y ahora el Atlantic Council, un poderoso think tank bipartidista norteamericano cuyo santo patrón es el criminal de guerra Henry Kissinger, invita a la nueva administración a convertir el “Paz Colombia” (continuación proyectada por Obama del “Plan Colombia” de Clinton de hace 15 años) en una oportunidad no ya para inmiscuirse en la guerra interna colombiana, sino para usar a Colombia como peón de estribo en las guerras propias de los Estados Unidos. Aprovechar que Colombia sale de su guerra interna para introducirla en las guerras externas. Casi como si fuera un miembro de la Otan. Puede jugar Colombia “un papel fundamental para los intereses globales de los Estados Unidos en cooperación de seguridad en América Central, el Caribe, Afganistán y África”, escribe un documento del Atlantic Council. Y también en Venezuela, por supuesto: para algo ha de servir la presencia militar norteamericana en las bases colombianas de Palanquero, Larandia, Arauca, Tres Esquinas, Puerto Leguízamo, Leticia y Florencia: las mismas que, formalmente pero sin efectos prácticos, rechazó la Corte Constitucional.

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¿Es novedad? No, no es novedad. Así ha sido desde los tiempos remotos en que el general Santander, a espaldas de Bolívar, invitó al gobierno de los Estados Unidos a participar en el Congreso Anfictiónico de Panamá de las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Desde entonces los gobiernos de Colombia han sido los más dóciles súbditos voluntarios de los Estados Unidos. Ni siquiera han tenido que invadir el país para lograr su obediencia: la han recibido en bandeja de los sucesivos gobernantes, hayan sido liberales o conservadores. Mariano Ospina Rodríguez llegó al extremo de suplicar en vano que Colombia fuera anexada a la Unión Americana, como lo había sido Puerto Rico. Marco Fidel Suárez tuvo por lema de gobierno el de “réspice polum”, mirar a la estrella del norte. Laureano Gómez se empeñó en participar con buques y tropas en la guerra norteamericana de Corea. Julio César Turbay se ganó a pulso el título de “el Caín de América”: fue el único dirigente latinoamericano que, por halagar a los Estados Unidos, traicionó con ellos el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca al tomar partido por los ingleses contra la Argentina en la guerra de las Malvinas. Álvaro Uribe, también caso único en América, respaldó la invasión a Irak de George W. Bush.

Y nos dice con su habitual sonrisa el general Óscar Naranjo, flamante vicepresidente encargado del futuro, que lo bueno de todo esto es que para los Estados Unidos Colombia es “un aliado estratégico”. El mejor que tienen en América.

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Si no lo fuera, tal vez no hubiera habido aquí una guerra de 50 años contra las guerrillas comunistas, ni las autodefensas campesinas liberales se hubieran vuelto guerrillas comunistas. Eso sucedió así, en buena medida, porque los Estados Unidos reclutaron a Colombia para su Guerra Fría con la Unión Soviética. Y no tendríamos tampoco la guerra de los últimos 30 años contra la droga que consumen los norteamericanos, que destruye a Colombia física y moralmente.

Con lo cual volvemos a la niña Amapola de Paloma Valencia.

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