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Las cifras ciertas de la demagogia

Explotar las diferencias es la más antigua de las estrategias electorales, que en un mundo interconectado, con armas de alto poder y con tantos problemas que solo admiten soluciones colectivas, adquiere una especial peligrosidad.

Esteban Piedrahita
18 de noviembre de 2016

Algunos observadores han planteado que el sorpresivo triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas, tras las también inesperadas victorias del ‘Brexit’ y del No en el plebiscito colombiano, se enmarca dentro de un patrón populista y ‘anti-sistema’, no debidamente capturado en las encuestas, que podría representar una amenaza para el orden global vigente, liderado por los Estados Unidos y que, con sus limitaciones y defectos, ha permitido conseguir los mayores avances sociales y económicos en la historia de la humanidad.

Sin menospreciar los grandes riesgos que representa la elección de un personaje como Trump—que en campaña despotricó contra todos los pilares fundamentales de ese orden—al cargo más poderoso del planeta, ni el sentimiento de alienación y desconfianza de muchos votantes en el mundo entero, vale la pena analizar en mayor detalle los resultados antes de apresurarse a extraer conclusiones sobre presuntos fenómenos estructurales. Al hacerlo, lo primero que se advierte es que (como en el caso del plebiscito, aunque menos en el del ‘Brexit’), el margen fue sumamente estrecho (47,7% vs. 47,4%; menos de 400.000 votos entre 132 millones, ¡y a favor de Hillary!) Por el sistema de colegios electorales Trump ganó la presidencia, pero obtuvo el respaldo de menos ciudadanos que su contrincante.

De hecho, comparar con resultados de comicios anteriores permite pensar que más que un éxito de Trump, lo que hubo fue un fracaso de Clinton. La evidencia contradice la teoría de que con su discurso Trump logró motivar a una gran masa de electores, antes silenciosa. El candidato republicano sacó menos votos (60,1 mm) que Bush en 2000 (62 mm), menos que Romney en 2012 (60,9 mm) y, en proporción al número de votantes habilitados, también bastantes menos que McCain en 2008 (59,9 mm). Sin embargo, la caída del caudal electoral republicano con Trump palidece ante el desplome demócrata (60,5 mm) frente a lo alcanzado por Obama: 69,5 mm de votos en 2008 y 65,9 mm en 2012. Aunque quizás lo de Obama fue excepcional, pues a Hillary le fue mejor que a Trump en comparación con los resultados de 2000 y 2004.

Otro suceso que pone en duda la teoría del fenómeno ‘anti-sistema’ es que, en la semana anterior a la elección, la popularidad del presidente Obama alcanzó el segundo nivel más alto (56%) de todo su mandato (en el Reino Unido y Colombia, por el contrario, los mandatarios tenían favorabilidades en torno al 35% antes de los sufragios). Nuevamente, esto podría indicar que más que una derrota del ‘sistema’ o de una ideología, lo que hubo fue una derrota de una candidata particular quien, en opinión de este columnista, habría sido una magnífica presidente y un símbolo sin igual del empoderamiento de la mujer.

Todo lo anterior no quiero decir que no estemos ante electorados fraccionados por cismas culturales, económicos, religiosos o raciales, quizás inevitables en un mundo más integrado y diverso; cismas que son amplificados por la estridencia y ubicuidad de los medios y las redes sociales. Explotar estas diferencias es la más antigua de las estrategias electorales, que en un mundo interconectado, con armas de alto poder y con tantos problemas que solo admiten soluciones colectivas, adquiere una especial peligrosidad. Trump la ha desplegado con especial sevicia en la elección más importante del planeta. Confiemos en que, como decía Churchill, “Siempre se puede contar con que los norteamericanos hagan lo correcto—después de que hayan intentado todo lo demás.”

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