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Ex congresista

Es la primera vez en dos años que hablo en esta columna del Congreso, ante la extrañeza de mis lectores.

Semana
21 de agosto de 2000

Es la primera vez en dos años que hablo en esta columna del Congreso, ante la extrañeza de mis lectores. La razón es que si bien jamás vi que hubiera alguna incompatibilidad entre mantener mi columna y ser parlamentaria, no quise utilizarla para obtener una ventaja sobre mis colegas o adelantar en la revista los debates que eran propios del Congreso.

Hoy, de regreso al periodismo, y con gran nostalgia por mis electores, quiero contestar la pregunta que seguramente muchos quisieran hacerme: ¿Cómo me pareció la experiencia?

El Congreso es como muchos se imaginan: un lugar inhóspito, frío, despedidor, mal mantenido y mal administrado donde todo lo que puede funcionar mal funciona peor y donde hay que sobrevivir a punta de entereza personal. Pero lo que pocos se imaginan es que sea también un lugar capaz de producirle a uno enormes satisfacciones, como la de convertir un proyecto en ley o mantener una discusión intelectual de alto nivel. Y también un cierto grado de divertimiento, como moverse entre los vericuetos y las minucias de la política, en medio de deliciosos chismes sólo superables por los que produce la farándula.

Lo malo del Congreso es lo más fácil de contar. Todo lo horrendo que los medios dicen que sucede en el Congreso efectivamente sucede. Lo que sea robable se lo roban. Los viajes que puedan hacerse se hacen. El trabajo que pueda dejarse de hacer, se abandona. Y todo el despilfarro que quepa, se comete. Y sin embargo escasean las cosas claves: papel (no sólo el de imprimir, sino también del otro). Esferos, lápices, cintas para impresora, sobres. El computador funciona mal cuando funciona, y la impresora peor. Fotocopiar es casi una hazaña. Pero eso sí: los tapetes se cambian cada seis meses y existe un cementerio de mobiliario en desuso que yo jamás conocí, pero que tengo entendido lo deja a uno boquiabierto de incredulidad. Las líneas telefónicas se rotan con frecuencia y terminan utilizándose para hacer llamadas a líneas calientes o síquicas.

Las sesiones, sobre todo las plenarias, son interminables. Ellas nunca comienzan o terminan, sino como me dijo el primer día mi buen amigo Roberto Camacho, una sesión plenaria siempre está comenzando o terminando. Las dos de la tarde son las cuatro y media y la media noche una hora totalmente laborable, sobre todo cuando hay cámaras de televisión en el recinto, que es cuando se dicen más bobadas y se echan los carretazos más largos los congresistas, ansiosos de que los vean sus hijos y sus electores. Y la madrugada un momento en el que está prohibido estar cansado o tener sueño, mientras un ejército de bostezantes ministros esperan a que se les conceda la palabra para dar explicaciones sobre su gestión. (Los pobres ministros deben pasar más tiempo en el Capitolio que en sus propios despachos, porque de lo contrario corren el riesgo de caerse).

Almorzar o comer son oportunidades relativas, y cuando es el propio Congreso el que suministra el manjar, es mejor abstenerse, o atenerse a las consecuencias digestivas. Los lagartos se mueven como esporas en el aire y explicarle a un pobre y desesperado desempleado que el Congreso no es una fábrica de puestos es una de las cosas más difíciles y de menor credibilidad que se pueden decir en la vida.

Y con todo y eso, las leyes deben ser aprobadas, bien y a tiempo. Contar lo bueno del Congreso es más difícil y tiene poco rating. Pasar un proyecto de ley es semejante, aunque la comparación sea desproporcionada, a dar a luz a un hijo. Uno se enamora de sus proyectos y estudia para cada uno de ellos más de lo que hizo durante la carrera o la especialización. A diferencia de los periodistas, a quienes se nos obliga a saber un poquito de todo, un congresista está obligado a saber mucho de todo y tener opinión sobre todo. Por eso hay que estirar al máximo el presupuesto asignado a la unidad legislativa, que a la opinión tanto enfurece porque le parece que es un despilfarro, pero que debe alcanzar para tener asesores tan supremamente preparados, que en lugar de estar en el Congreso de Colombia deberían estar dictando cátedra en la Universidad de Leipzig, porque tienen la culpa de que una ley salga mal o a un congresista lo agarren sin saber del tema del debate, pues él presenta exámenes finales todos los días.

Podría decir que lo más difícil que tiene el Congreso es hacerse respetar. Un congresista puede perfectamente pasarse los cuatro años sin hacer nada y no se nota. Pero no lo respetan. Allá sólo se respeta a quien es un buen orador o al que trabaja. Pero eso no lo sabe la opinión: ser un buen congresista, como los hay muchos que muy pocas veces aparecen en los medios de comunicación, es una de las cosas más difíciles del mundo. No hay horarios, los demás se vuelven los dueños del tiempo de uno por lo que es mejor no hacer citas que muy probablemente no se podrán cumplir. Y la responsabilidad de manejar un proyecto de ley que probablemente va a afectar la vida de millones de colombianos aterroriza, ante la posibilidad de ‘embarrarla’ de buena fe.

La opinión ha sido injusta con las cosas buenas que tiene el Congreso y que casi no se notan. Su importancia para el sostenimiento y la verificación del régimen democrático es fundamental, aunque la opinión normalmente lo que quiere hacer es patear a los congresistas y cerrar definitivamente el Congreso.

Al renunciar al Congreso, muy en contra de mi voluntad, dejo grandes amigos y la satisfacción de haber aportado algo a la actividad parlamentaria que se basa, fundamentalmente, en un asunto de actitud personal. Muchos allá van con el firme propósito de hacer las cosas bien, y lo logran. Soy testigo de que esos congresistas existen, aunque por lo general la opinión ignore sus nombres.

Por eso me voy muy triste. Porque son más las cosas que voy a extrañar del Congreso que las que jamás voy a lamentar haber dejado.

Entretanto… A mí que me expliquen: ¿cuál es la verdadera razón del retiro del coronel Oscar Naranjo de la Inteligencia de la Policía, que todavía no conocemos?

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