Home

Opinión

Artículo

FE DE ERRATAS

Ante las barbaridades que salen impresas, la gente debe estar pensando que los periodistas estamos más chiflados que los candidatos a la constituyente.

Semana
17 de septiembre de 1990

Las diabluras que últimamente está haciendo el famoso duende de los talleres, con los textos que escribimos los colaboradores de Semana, ya están pasando de castaño a oscuro. Ante las barbaridades que salen impresas, la gente debe estar pensando que los periodistas estamos más chiflados que los candidatos a la constituyente.

La semana pasada, donde escribí que el lema de la Asociación de Defensores de María Paz es "dejad que los niños manden en Palacio", apareció publicado un jeroglífico que decía: "De que los niños manden en Palacio". Eso, obviamente, no tiene ni pies ni cabeza.

Si menciono ese único ejemplo, con lo quisquilloso que yo soy para estas cosas, es para no profundizar en minucias sobre otros errores de menor cuantía, que abundan en estas páginas como la verdolaga: comas subrepticias, mayúsculas clandestinas, puntos impertinentes y párrafos completos que asoman la cabeza donde nadie los ha llamado y que aparecen en el momento menos oportuno.

En vista de las averiguaciones que hemos iniciado varios cronistas perjudicados, la dirección de Semana informa que los errores obedecen a cambios tecnológicos que se están introduciendo para mejorar la revista. ¿Mejorarla? Si las cosas siguen así, ahora sí es verdad que, como dicen los campesinos de mi tierra, Semana va a quedar peor de buena.

Cada vez que alguien me habla sobre este tema de los errores tipográficos, tengo que acordarme, sin remedio, de lo que le pasó a Juan A. Julio en Cartagena, hace muchos años. Julio, un hombre inquieto, montó su propia imprenta para publicar sus libros. Era novelista terrígeno, poeta aficionado y escritor de ensayos científicos sobre las virtudes del agua de mar y las propiedades clínicas del ajo y la cebolla cabezona.

En cierta ocasión, al abrir la primera página de una novela suya, los lectores de Julio se encontraron con esta maravilla del surrealismo, que hubiera envidiado Buñuel: "Fe de errotas.
Donde dice fe de errotas léase fe de erratas."

El caso más patético que conozco, sin embargo, ocurrió en San Bernardo del Viento en tiempos muy remotos. El Padre Benicio Agudelo, un cura antioqueño, viejo y manso, bueno como una rodaja de pan, resolvió que debería mandar a imprimir su propio catecismo del padre Astete, simplificándolo todavía más, poniéndolo al alcance de los muchachos cerreros del pueblo.

Durante largas sesiones nocturnas, alumbrándose con la luz de un mechón de sebo, el cura escribió su versión del catecismo, en un cuaderno escolar, y lo mandó con un mensajero a Lorica, a la tipografía que había montado por esos tiempos Antonio J. Mercado y Mercado.

Pasaron varios meses, casi un año, hasta que la magna obra estuvo terminada. La máquina de Mercado era un cachivache plano, manual, y cada letra había que armarla con los dedos junto a su compañera. Era una tarea de titanes.

En su catecismo personal, el padre Agudelo había escrito un hermoso y vívido pasaje sagrado, en el que llegaban los apóstoles hasta el Santo Sepulcro, al tercer día de la muerte del Señor, y al no encontrarlo, porque se acababa de producir su Resurrección, exclamaban en coro, con admiración y asombro:

--¿Cristo está? No. ¡Ha resucitado!.

Por desgracia, en la pobre y torcida impresión que Mercado habia hecho de buena fé y con un gran esfuerzo, esa linea salió escrita de la siguiente manera:

--Cristo está. No ha resucitado.

Cuando revisó cuidadosamente su obrita maestra, el padre Agudelo encontró el tenebroso error. Aquel Santo Varón, que era como un cordero y nunca perdia los estribos, esa vez montó en una cólera jupiterina. Temblaba de pies a cabeza y recordaba, en su furia, la ira de Jesús expulsando a los mercaderes del templo. A propósito de mercaderes: El padre Agudelo se puso su sotana blanca, la de ocasiones especiales, se montó en el bus pintarrajeado de Nariz de Lápiz y se fué para Lorica, presentándose, en persona, a la oficina de Mercado.

--¡Hereje!--le gritó, desde la calle, el cura.

Mercado, asustado por el grito, salió a ver qué pasaba.

--¡Masón, blasfemo, Juliano el Apóstata!--proseguia el padre.

Mercado no entendió muy bien lo de Juliano pero, de todas maneras, logró que el cura se calmara un poco y tomara asiento.

Con el folleto en la mano, el padre le mostró el enorme gazapo.

--¡Protestante!--le dijo el cura-- Usted es un protestante que quiere negar la Resurrección de Cristo.

Ante una sindicación de proporciones tan históricas, Mercado, muerto de la pena, le dijo:

--Nada de eso, padre. Lo que pasa es que la plata de la imprenta no me alcanzó para algunos signos de puntuación...

Noticias Destacadas