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Feliz desdicha

El investigador Jorge Giraldo analiza por qué Colombia es un mundo en el que las personas son felices y la sociedad desdichada.

Semana
30 de octubre de 2004

La historia de las sociedades occidentales puede contarse, y siempre se vuelve a contar, de muy diversas maneras. Se me ocurre que una de ellas podría ser analizando los cruces entre la alegría y la tristeza, la sociedad y la persona. Y se me ocurre sólo para encontrarle otro puesto de honor a la colombianidad.

Estas combinaciones están lejos de ser una originalidad mía. Provienen de un escritor inglés del siglo XVIII -Bernard de Mandeville- quien usó la frase "vicios privados, virtudes públicas" para explicar el título elusivo de su obra mayor: "La fábula de las abejas". Mandeville se propuso demostrar que del egoísmo individual podía derivarse el beneficio público. De alguna manera, insinuaba que aquellos comportamientos que podían condenar al individuo hacían progresar la sociedad. Uno podría leer "La fábula de las abejas" como una apología de los siete pecados capitales, especialmente de la soberbia y la avaricia.

Se desprende que este liberal de racamandaca luchaba contra los postulados del puritanismo cristiano, contra la prédica de las iglesias medievales que establecieron el dogma de que el sufrimiento personal era el camino para la felicidad, así fuera en el más allá. La ciudad del hombre estaba fatalmente signada por el mal y el único remedio era caminar hacia la ciudad de Dios.

El siglo XIX y buena parte del siglo XX fueron dominados por las ideologías que, según el poeta Baudelaire, desempeñaban el papel de "contratistas de la felicidad pública". Había que ser felices a toda costa, es decir, pagando cualquier precio. A los socialismos oficiales y al socialismo nacional (o sea el fascismo) se les ocurrió que lo que había que hacer con los pensadores cristianos era invertirlos construyendo el cielo aquí en la tierra. Ya muchos saben lo que fue la dicha en los imperios de Stalin y Hitler.

A muchos colombianos se les ha ocurrido buscar un camino distinto, para orgullo de la originalidad criolla. Se trata de un mundo en el que las personas sean felices y la sociedad desdichada. Si nos atenemos a los contables de la endorfina por ahí vamos. Cada año sale el titular de prensa anunciando que los colombianos somos los seres más felices de la tierra. En cambio, si leemos nuestros columnistas y escuchamos a los millones de opinadores de cafetería, concluimos que para ellos no hay peor país que Colombia, ni más violento, ni más pobre, ni más corrupto.

Esta doctrina tiene un origen cultural y otro social.

El origen cultural es el provincianismo. El padre Carlos Alberto Calderón me escribió hace unos 10 años desde África contándome, entre otras cosas, que en cierta lengua de Kenia la palabra para decir provinciano y estúpido era la misma. Ese provincianismo es un estado mental, de hecho la mayoría de nuestros 10 intelectuales tienen casa en Madrid o apartamento en París y creen que Europa -un museo para jubilados- es el epítome de la civilización. O peor todavía, que todo lo que hacen los europeos tiene salero y que el mundo anda mal porque no sigue los consejos ni el ejemplo de Europa. Han olvidado que la galería de la maldad humana desde que murió Genghis Khan le pertenece en exclusiva al Viejo Continente.

El origen social es la vieja clase media. No hay nadie más feliz en Colombia que los ciudadanos de clase media que nacieron antes del gobierno de Rojas Pinilla. Si analizamos la distribución del ingreso en los últimos 15 años a quien mejor le fue en el país fue a esa clase media. Los salarios profesionales, los de jueces y maestros crecieron geométricamente. Se jubilan a los 50 ó 55. Tuvieron empleo estable y eterno. Nunca crearon un puesto de trabajo distinto al de la empleada doméstica y el vigilante de la finca. Fueron los únicos beneficiarios del poquito estado de bienestar que hubo en Colombia. Y para colmo, son los que más lloran. Porque los pobres, los indios y los desplazados luchan. La clase media llora en público y ríe en privado. Es amarga de día y rumbera de noche.

El ciudadano de clase media se pasa el semáforo en rojo y critica al Estado por su ineficacia para controlar el tráfico. Paga la coima y ataca la corrupción. Engorda el contrabando y se duele del desempleo. Nunca ha prestado un servicio público, menos aún el servicio militar, pero convierte al funcionario oficial en objeto cotidiano de escarnio. Nada le parece más detestable que la fuerza pública, pero ve un tipo mal encarado y corre a llamar la policía.

Ellos son los que responden las encuestas. Son las personas más felices del mundo viviendo en un país que no se los merece.

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