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¿Fin de la campaña permanente?

Reelegido pero aún sin puesto claro en la historia, surge la incógnita de si Uribe gobernará pensando en la próxima elección, o en la próxima generación, opina Álvaro Forero Tascón.

Semana
11 de junio de 2006

Pocos presidentes han buscado el prestigio y la popularidad tan obsesivamente como Álvaro Uribe. Lo ha hecho por un camino diferente al de sus predecesores, más corto. Apelando a las tácticas modernas de la política, basadas más en la imagen, aprovechando las facilidades que ofrece el control del electorado por parte de los medios de comunicación en la sociedad mediática.

De allí la campaña permanente que aplicó sin pausa el Presidente desde hace cuatro años. Esa manera de actuar que no permite distinguir si está gobernando o haciendo campaña. Pero también de allí proviene la precariedad del legado histórico de su primer gobierno, con la excepción de la reelección y el pacto con los paramilitares. Resultado que parece increíble para un hombre que trabaja tanto. Pero, como siempre dijo mi padre, no hay que confundir el ajetreo con el trabajo.

Contrariamente, presidentes como López Pumarejo, Lleras Camargo, Lleras Restrepo y César Gaviria, buscaron su puesto en la historia gastándose la popularidad y corriendo riesgos para cambiar la sociedad colombiana. Basta comparar las gruesas agendas legislativas y constitucionales de esos presidentes, con las discretas de Uribe. Esos mandatarios no se preocuparon solamente por gerenciar los problemas, sino por lograr cambios institucionales que los sobrevivieran, porque gobernaron una nación que por sus profundas dificultades y carencias era necesario transformar.

No es fácil creer que Álvaro Uribe sea un hombre despreocupado por su lugar en la historia. La posible explicación para que haya escogido mantenerse como un político en campaña permanente, dedicado a lo urgente más que a lo importante, es su ambición de ser reelegido.

Ahora que logró un segundo período, queda la incógnita de si cambiará su manera de dirigir el gobierno y de liderar al país. De si gastará el inmenso capital político que tiene en enfrentar los problemas de fondo de Colombia sin quedarse en atribuirle a la lucha antiguerrillera la capacidad de solucionarlo todo, o si por el contrario, arreciará el estilo tremendista para conseguir una tercera presidencia. Desafortunadamente no es fácil establecer las verdaderas intenciones detrás de lo poco que ha dicho Uribe sobre el futuro. Porque además en la campaña mostró una nueva cara, contraria a su imagen de hombre transparente y apegado a principios, al eludir preguntas y debates, proteger subalternos cuestionados, ser permisivo para conseguir apoyos políticos, y atacar veladamente a sus contrincantes.

Cambiar la manera de gobernar de Álvaro Uribe implicaría no solamente abandonar la campaña permanente, sino dejar atrás prácticas fulminantes a las que debe buena parte del éxito político. Tácticas de la política en las que es un maestro, como i) señalar un culpable de todos los males del país (léase las Farc); ii) centrar la gestión en combatir ese culpable, reduciendo las expectativas de resultados a ese frente (léase las Farc); iii) capitalizar como propio todo lo bueno del Estado, de los predecesores, de los aliados y de los ciclos económicos internacionales; iv) mantener la imagen televisiva del mandatario dispensando remedios superficiales a problemas urgentes; v) medir la gestión comparándola frente a las debilidades de los antecesores; vi) evadir los problemas importantes que impliquen desgaste político; vii) estar en todo para controlar la agenda de las preocupaciones nacionales, desideologizándolas y ajustándolas a los prejuicios populares (léase negar la existencia del conflicto, reduciéndolo al temido terrorismo); viii) cooptar a los enemigos y las fortalezas de los opositores (léase Andrés Pastrana y puntos de la plataforma liberal).

Otras tácticas del arsenal del Presidente son ix) dividir a la sociedad alrededor de temas sociales, asegurándose mediante encuestas que la oposición se encuentre en el extremo rechazado por las mayorías (léase dosis personal, etc.); x) polarizar el escenario político para disponer de la mayor porción posible del espectro (léase tratar de quitar al liberalismo del centro para no parecer de derecha y solo tener que enfrentar a la izquierda); xi) liberarse de ataduras partidistas para armar mayorías propias (léase no depender de un solo partido); xii) identificar el estado de ánimo de la opinión pública para determinar si busca o rechaza la confrontación política, y aprovechar la rabia o el conformismo del momento (léase mano dura primero y continuismo después); xiii) pero sobre todo, estar en campaña permanente, activando incesantemente la emotividad popular para mantener la percepción de que las cosas van mejorando y que algún día mejorarán verdaderamente.

El mérito de Uribe es haber inventado un nuevo modelo, que consiste en combinar un neopopulismo moderno estilo Clinton, con un neocaudillismo basado en el viejo modelo latinoamericano. Con ello ha logrado un manejo aparentemente rudimentario de la opinión pública, pero en realidad muy sofisticado, que le permite realizar proezas como disfrazar de multipartidismo el ciclón caudillista que recorre a Colombia, de proporciones similares a las de Perú con Fujimori y Venezuela con Chávez, rodeándose de unos partidos coyunturales elaborados a su medida, vistosos pero inofensivos porque no les debe su elección.

Cambiar la manera de gobernar no será fácil para Uribe, porque tiene mucho que ver con un rasgo fundamental de la idiosincrasia colombiana, la pasión por el resultado rápido. Hasta ahora, el parecido de Uribe con su pueblo lo ha hecho inmejorable para convocarlo, pero poco efectivo para rescatar a los colombianos de esa adicción a lo ilegal, a lo violento, a lo clientelista, a lo insolidario. Razón por la cual sus compatriotas ven con buenos ojos el enorme pragmatismo de Uribe.

Pero la visión de estadista de Álvaro Uribe le indicará que cuando los historiadores desnuden la realidad de su primer gobierno, encontrarán un legado que por coyuntural, carece de tamaño histórico. Y entonces la preocupación por su lugar en la galería de presidentes puede hacer que deje a un lado la campaña permanente que impide realizar faenas históricas porque inhibe al gobernante de tomar decisiones impopulares pero necesarias, o de enfrentar intereses creados para evitar costos políticos.

El inventor de la campaña permanente, Ronald Reagan, fue el mejor comunicador de su época, y un gran ilusionista, pero no se le recuerda por eso, sino por haber transformado con hechos de grandes proporciones la vida política, económica y social de su país. Y César Gaviria terminó su presidencia con niveles de aprobación superiores al 60 por ciento, pero será recordado por cambiar a fondo una Constitución de más de 100 años. Porque aún en la sociedad mediática actual, el capital político que acumula un gobernante es un medio, no un fin, para invertirlo en la tarea de hacer que su país avance verdaderamente. Porque además, solo así es posible retener la popularidad.

Afortunadamente empiezan a aparecer señales positivas de que el Presidente quiere enfrentar su batalla con la historia de una manera más clásica. Una importante es que dejó ir al discreto pero efectivísimo asesor en opinión pública que tuvo a su lado en el primer mandato. Ojalá esto signifique que Uribe sabe que la diferencia entre los políticos y los estadistas es que los primeros saben cómo acumular capital político, y los segundos cómo gastarlo.

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