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Gadafi, de la ilusión a la barbarie

He vuelto a leer el ‘Libro Verde’. Es abrumador el contraste entre esas teorías bien intencionadas –aunque ingenuas e incoherentes– con las imágenes de brutalidad que llegan hoy

León Valencia
5 de marzo de 2011

La tragedia de Libia me concierne. En los años setenta seguí con fervor lo que ocurría en ese pequeño y lejano país del mundo árabe. Era muy joven y estaba embelesado con las hazañas de un coronel que había derrotado a un monarca y proclamaba la revolución social, el no alineamiento con las grandes potencias y la búsqueda de una manera de vivir distante tanto del capitalismo como del comunismo que se practicaba en la Unión Soviética.
 
Leía con pasión las noticias que llegaban de esa nación milenaria. Quería entender cómo un régimen político, sin abandonar su acendrada tradición islámica, sin abrazar el marxismo que orientaba el cambio radical en Occidente, podía llevar a cabo una gran reforma agraria, nacionalizar el petróleo, crear una industria en la que los trabajadores tenían parte de las empresas, dar educación y salud gratuita a la población y convertir a Libia en el país más desarrollado del norte de África.
 
Yo, que en ese tiempo alimentaba mi espíritu con la crítica al capitalismo feroz que asomaba en América Latina, veía en esta experiencia la esperanza de un mundo mejor para estas tierras. Sentía que podríamos encontrar opciones diversas de cambio sin abjurar de herencias culturales y religiosas.
 
Empecé a mirar con otros ojos la teología de la liberación que guiaba a los sacerdotes revolucionarios que llegaban a nuestros pueblos y veredas a promover la protesta social. Hurgué en los libros que venían de China y del sudeste asiático. Con esta amalgama de ideas y de la mano de un obispo y de un grupo de curas dediqué mi primera juventud a promover luchas campesinas y estudiantiles en el suroeste de Antioquia.

He recordado esas cosas en estos días. He vuelto a leer el Libro Verde, un apretado compendio de la doctrina con que Muamar Gadafi ilusionó a jóvenes de todo el mundo. Ha sido una pesadilla. Es abrumador el contraste entre esas teorías bien intencionadas –aunque ingenuas e incoherentes– con las imágenes de corrupción, tiranía y brutalidad de la familia Gadafi que llegan a través de los medios de comunicación.

Sentí algo parecido en los días en que caía el muro de Berlín. Abrazado a mis hijos vi rodar en la televisión la historia de la familia Ceausescu de Rumania y no pude reprimir el llanto ante las evidencias de derroche, de malversación, de impudicia, de fiera manipulación de un gobierno edificado en torno al ideal de igualdad social y de poder soberano del pueblo. Me dolió en el alma la caída de los sueños, la aceptación del engaño, la decepción de una causa.
 
No pude evitar que esto me volviera a ocurrir. Sabía del giro atroz que dio la revolución libia hace muchos años, sabía de la burda utilización de un discurso nacionalista para esconder la ambición de riqueza y poder. Pero las escenas de violencia de estos días me han estremecido de nuevo.
 
Cuando empezaron las protestas en Libia, el mundo tuvo la ilusión de que Gadafi se iría rápidamente como Ben Alí en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto. Pero la situación es distinta. Esa mezcla extraña entre caudillismo, religión y discurso nacionalista y revolucionario es peligrosa y a veces perdurable.
 
Los caudillos que llegan al poder en los hombros de una revolución, que realizan cambios y establecen lazos fuertes con sectores sociales antes marginados, que logran sembrar un discurso de valores e ideales no se rinden fácilmente. Al lado de esto van forjando, paso a paso, justificaciones varias para sus abusos, para su larga permanencia en el gobierno, para el enriquecimiento de su familia.
 
Hillary Clinton ha dicho que puede gestarse una larga guerra civil en Libia. Es una opción que la comunidad internacional no debe descartar. La solución en todo caso no puede ser la intervención militar de las potencias. La presión económica, el aislamiento diplomático, la condena sin ambages a la violación de los derechos humanos son medios legítimos para ayudar a quienes se han levantado para poner fin a la dictadura.

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