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Gaitán: imagen encantada en tiempos del desencanto

Esta es una mirada mediática, cultural y educativa. Una breve aproximación a una de las imágenes encantadas más importantes del siglo XX.

Diego Leandro
9 de abril de 2013

Primero fue Jorge Eliécer Gaitán el hombre, segundo el caudillo y tercero el mártir. Su vida extraordinaria así lo refiere. Surgió en una época encantada: en una sociedad seducida por los mensajes que hasta la saciedad emitieron los medios de comunicación, los consejos de los padres de familia, y los discursos de maestros de escuela y sacerdotes en las iglesias, con el fin de fabricar el mito del progreso, la bella época colombiana instalada en el centro de los privilegios que se otorgaron las élites, en medio del bipartidismo excluyente que ya sabía servirse de los demás haciéndoles creer lo contrario, y en la periferia de las desigualdades sociales sin fin y a la fecha sin cuenta.

Desde comienzos del siglo XX el encantamiento ideal por el porvenir se instaló en la vida cotidiana de los colombianos, y se expresó en las diversas maneras que tiene la gente de interpretar su realidad más inmediata. Y a la manera de los finales felices en el radioteatro, las telenovelas y los telefilm, ya sea en ausencia o en busca de ellos, año tras año se resolvió el día a día en campos y ciudades. La realidad nuestra en el siglo pasado fue en gran medida melodramática, y en consecuencia bellamente culposa, ingenua y desbordada.

Y mientras tanto, ante la cruda realidad de los hechos sociales, tras la ausencia de héroes de carne y hueso, pudo más el mito (el relato mediático) que la tragedia nacional. Las formas que emergieron de esta quimera han sobrevivido hasta nuestros días en esa tenebrosa simbiosis que todos conocemos como las formas de la violencia, y que hace del nuestro, del actual, el tiempo del desencanto.

El primer Gaitán, el hombre, supo conducir su historia hasta sintonizarla con la de Colombia y el mundo, lo hizo entre otras cosas con el ánimo que le proporcionó aquello que denominamos malicia indígena, y que no es otra cosa que la fortuna de haber nacido y crecido en un cruce genético y cultural de razas como el nuestro.

Con el tiempo, Eliécer supo darle forma al segundo Gaitán, el caudillo, con el que puso a vibrar en colectivo las pasiones cotidianas más elementales de cada seguidor. La vida, la pasión y la muerte que una población acostumbrada año tras año a morir y a resucitar, podía identificar en los rasgos de Gaitán, en su rostro de pueblo. El suyo fue un gesto social.

Aquellos seguidores comprendían su lenguaje porque en su retórica se dirigía a ellos, y en las variaciones tonales de la voz la gente asoció su propio clamor, su queja. Consiguió el dominio de palabras cálidas y contundentes, lleno de metáforas azarosas y frases breves de fácil comprensión y recordación que se convirtieron en emblemas.

Lejos de ser tan solo un discurso envolvente, sus intervenciones públicas eran hechas a base de una traducción de alta complejidad, formulada en términos sencillos pero profundos, con los que interpeló a los poderes reales y formales, con relación a los problemas del contexto nacional.

El tercer Gaitán, el mártir, fue el chivo expiatorio, el sacrificio redentor de Jorge, y del que se ha sacado provecho para referenciar cualquier cantidad de nuevos mitos (los otros relatos mediatizados), por ejemplo, el relato de su supuesto asesino de apellido Roa.

De Gaitán se asegura que luego de su muerte se tomó una copia de su rostro, y se constata que se instalaron algunos bustos en avenidas y parques de ciudades colombianas.

Así el hombre dio paso al caudillo, este al mártir y finalmente se quedó el mito: El de Jorge Eliécer Gaitán. Pero su muerte acontecida en Bogotá el 9 de abril de 1948, más allá de reducirse a la imagen del encanto y el desencanto, ha inspirado a políticos, oradores, escritores y docentes, ha suscitado homenajes cada año, ha perdurado en la memoria y recordación a través de obras públicas, en puestas en escena para el teatro y obras cinematográficas, también en publicaciones y cátedras.

Las imágenes de su busto, en medio del polvo y en ocasiones del olvido, sirven para indagar en lo que ahora representan para la gente de las urbes, los íconos de este hombre notable, emplazados en parques y avenidas.

Preguntar, por ejemplo, por el tipo de caudillos que surgen hoy en nuestra sociedad, por la ética que reflejan sus palabras y sus actos. Preguntarse también por el sentido de los mitos que orientan la historia de los individuos y los colectivos en nuestro país.

Y preguntarse si ¿será que hoy en día para nosotros es importante la coherencia entre la palabra y los actos de los servidores públicos?, ¿importa más la imagen?, ¿será que tan solo nos seduce la imagen, y finalmente de la imagen tan solo nos queda la envoltura y con ella nos basta y es suficiente?

Si es cierto que nuestra sociedad necesita ser dirigida, es importante hacer de cada uno de nosotros un ciudadano consiente de su papel en la construcción de una democracia madura. Una sociedad en la que sus líderes ostenten ese rol con merecimiento y como un deber, no con oportunismo y como un favor.

*diegoleandro73@gmail.com

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