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La solución “a la venezolana” del acuerdo con las FARC

Santos se debate entre ganar la coyuntura con un procedimiento truculento que eluda el resultado del plebiscito o lograr el consenso que haga posible la paz entre todos los colombianos.

Germán Manga
18 de noviembre de 2016

Impresionante la ofensiva publicitaria puesta en marcha para maquillar la solución “a la venezolana” del nuevo acuerdo con las Farc -repentina, unilateral y con pretensión de ser definitiva- que en realidad es otra apuesta elevada y riesgosa del presidente Santos y de los negociadores de su gobierno y los de la guerrilla acerca del futuro de la paz.

La historia de los regímenes totalitarios ilustra que la ambigüedad es tierra fértil para las arbitrariedades. En este caso es claro que el NO triunfó el 2 de octubre en el plebiscito, pero también que nadie puede reclamar ni ejercer formalmente su vocería. Eso explica y quizás justifica que la revisión del acuerdo hubiera tenido como insumo principal las recomendaciones de múltiples actores -el Centro Democrático, el Partido Conservador, las iglesias-. Pero ninguno participó en la última discusión con las Farc, en la cual, gran paradoja, quienes terminaron ejerciendo para todos los efectos la vocería del NO ante la contraparte fueron Humberto de la Calle, su equipo negociador y el controvertido senador Roy Barreras, todos integrantes de la lista de grandes perdedores con el SI.

Era lo convenido, pero el desenlace fue abrupto y privilegió la rapidez sobre la posibilidad de lograr un acuerdo de fondo para desarticular la confrontación. Por eso, lo que siguió al anuncio de la firma del documento no fue un júbilo nacional por la paz, sino otro capítulo de la encendida disputa entre los partidarios del SI y los del NO, de políticos, de voceros de las víctimas y de las iglesias y el cruce de insultos entre colombianos en los medios y en la selva peligrosa de las redes sociales.
 
De lo que han dicho el Presidente Santos y los negociadores se colige que el tiempo apremia, en especial por las complejidades que implica prolongar la incertidumbre jurídica del acuerdo y el suspenso respecto del futuro del mismo para las tropas de las Farc. También cuentan la entrega del premio Nobel al Presidente en la primera semana de diciembre, la salida de Ban Ki-moon de la ONU en ese mismo mes y el arribo de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos en la ya vecina segunda semana del enero de 2017, hechos que cambiarán gravemente la base de respaldo internacional al proceso.

Desde 1982, cuando comenzó la historia de los procesos de paz, las Farc hicieron del tiempo una poderosa arma de negociación. Sus tiempos -generosos gracias a su jerarquía monolítica y estable- contrastaron siempre con los apremiantes y limitados tiempos políticos de los gobiernos. Dilatar fue característico en el primer intento en épocas de Belisario Betancur, lo fue en el proceso de Pastrana y también en este, donde la burla a los cronogramas que llegó a marcar el gobierno, ha sido más que evidente.  

Es comprensible que cuando por primera vez el reloj opere en su contra, las Farc quieran pasar de la lentitud total a la velocidad supersónica en el proceso.  Lo que no está claro es si ese afán convenga a la mayoría de los colombianos. Si la prioridad para la mayoría sea sortear la coyuntura con un procedimiento truculento para eludir el resultado del plebiscito o seguir trabajando hasta lograr el consenso que haga viable y estable la concordia entre todos los colombianos.

Ha sido sorprendente en esa materia el contraste entre la insólita serenidad del expresidente Uribe ante lo sucedido -puso de lado su beligerancia habitual y ahora propone un “acuerdo nacional”-, con la agresiva argumentación de los abanderados de la paz -el gobierno y la gente de las Farc-, otra vez con el secretariado y el dueto Leyva y Santiago disparando duro en los micrófonos y en el “social media”.    

Sobra soberbia y falta inteligencia para abordar con visión de Estado y no de guerra política entre santistas y uribistas lo que falta acordar, para bien del país, en los temas capitales del acuerdo. Las altas cortes ya señalaron defectos jurídicos protuberantes en el nuevo texto. Faltan las observaciones de fondo del uribismo y otros sectores y además definir el mecanismo de refrendación, que como van las cosas podría estar a cargo del Congreso -donde el gobierno cuenta con amplias mayorías- o de una inédita y manipulable conformación de cabildos abiertos, que terminarían por consagrar el carácter autoritario -a lo Maduro- del final del proceso, sin apertura, sin pluralismo, sin diálogo, ni negociación.  

Desde aguas neutrales, al margen de la confrontación y de los ánimos encendidos, no hay duda que el mejor resultado posible para la mayoría de los colombianos sería uno que ponga fin a la polarización y logre alinear las fuerzas del SI y a las del NO en la causa común de la paz. Desde esa óptica está por verse si la argumentación -radical y pretenciosa- que aporta el gobierno para justificar el hecho cumplido, tenga validez legal y sobre todo si logrará satisfacer los anhelos, reclamos y expectativas de la gente del NO y apaciguar su inconformidad con lo pactado.

Todo avanza, mientras tanto, en el deleznable terreno de la ambigüedad. No hay normas que consagren la naturaleza definitiva e irreversible del acuerdo ni que indiquen taxativamente que no lo sea. Políticamente la única salida rápida para activarlo sería su aceptación, sin reservas, por los voceros del NO, que parece poco probable. En definitiva, la decisión de fondo para el Presidente Santos está limitada a jugársela toda para lograr un acuerdo que permita que la oposición se sume al proceso y trabaje por su desarrollo o imponer a “la venezolana” lo que firmaron en La Habana así como el complejo y extenso proceso de su implementación, que arrancarían sobre el camino de espinas de la confrontación, hasta las elecciones de 2018, o quién sabe hasta cuándo.