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La historia lo absorberá

Tal vez la historia absuelva a Fidel Castro, como él mismo lo propuso. Como absolvió a Stalin, a Franco, a Rafael Leonidas Trujillo, a Pinochet, a Hernán Cortés, a Francisco Pizarro o a Pedro de Heredia.

Semana.Com
28 de noviembre de 2016

No cabe la menor duda de que Fidel hace parte de la historia, que lo absolverá. La marca que dejó sobre la segunda mitad del Siglo XX tardará mucho tiempo en borrarse.

La historia, en realidad, absuelve a casi todo el mundo. Hoy, por ejemplo, Pablo Escobar es un ídolo mundial. Nadie se acuerda de los estragos del genocida George W. Bush, tan absuelto por la historia como los tiranos latinoamericanos Manuel Antonio Noriega, Anastasio Somoza, Porfirio Díaz, Francisco Duvalier, Hugo Banzer, Hugo Chávez, Gustavo Rojas Pinilla, Julio César Turbay y Tiburcio Cañas Andino. Absolverá a Nicolás Maduro, a Álvaro Uribe y a la familia Kirchner en pleno.
La historia es el mecanismo que tiene la humanidad para absolver a diestra y siniestra.

El único condenado por la historia del que tengo noticia es Adolf Hitler y ello se debe al hecho de que perdió la Segunda Guerra Mundial. En cambio, Stalin, quien quizá fue más asesino si lo medimos por millones de muertos, salió absuelto, gracias a haber estado del lado de los ganadores. No obstante, el Fürer comienza a resucitar en nuestro tiempo con la reedición de sus libros, la creciente proliferación de grupos neonazis empeñados en seguir su ejemplo y la abundancia asfixiante de libros y documentales que cada año le dedican cadenas de televisión como History Channel o National Geographic.

No me propongo contradecir el hecho de que Fidel Castro haga parte de la historia. Él y los demás que he mencionado no solamente hacen parte de ella, sino que son la historia en sí misma.

Cuando Castro se proclamó abiertamente comunista, en el colegio donde yo cursaba creo que segundo de primaria, nos hicieron bajar al patio principal, nos formaron en filas para oír las palabras, pávidas y sentidas, del rector, Fernando Rivas Sacconi, y del capellán, un cura cadavérico. Ambos nos explicaron el tamaño de la maldición que le acababa de caer al mundo con el triunfo de la Revolución Cubana.

Ninguno de los dos discursos caló en mí y se me despertó un cierto sentimiento de admiración al líder de la Revolución, quien, en menos de cinco años, según decía la propaganda oficial que nadie puede verificar, había eliminado el hambre, el analfabetismo, la pobreza y casi todas las enfermedades humanas. Construyó un paraíso en el que la dignidad, completamente consolidada, estaba por encima de todas las cosas y no existía necesidad que no estuviera satisfecha.

Ninguna persona tenía que ser dueña de nada porque la Revolución se lo daba todo en préstamo vitalicio: casa a todo dar, la mejor educación del mundo, alimentos de primera calidad, médicos y hospitales de sobra, transporte gratis y espléndida recreación. Todo esto tenía, además, el valor de ocurrir en contra del protervo imperio yanqui que había convertido a Cuba en una gran casa de putas y de apuestas.

Lo único que debía ocurrir entonces era que Fidel Castro pudiera llevar su fórmula del éxito a todas partes del mundo y en mi adolescencia sentía de corazón que eso debía ocurrir lo antes posible. El único camino cierto a ese ideal era la lucha armada debido a que el establecimiento no iba a dar su brazo a torcer por las buenas. Cómo no iba a ser así si un buen amigo de mi padre y de mi familia, nada menos que el cura que había bautizado a varios de mis hermanos menores y a algunos de mis primos (se llamaba Camilo Torres), terminó muerto luchando como guerrillero por la libertad y la dignidad humana. Por redimir a los pobres y a los desdichados que vemos cada vez en mayor cantidad en Colombia y que nunca me han dejado de causar un hondo sentimiento de pena y congoja, como los indígenas wayúu, sometidos al exterminio ante la indiferencia absoluta del país.

Los expoliados niños trabajadores de América Latina necesitaban de la redención urgente de Fidel Castro y su revolución. Las réplicas de ese milagro comenzaron a introducirse al resto del mundo por Angola, Bolivia y Colombia. Pero fracasaron en los dos primeros y solamente quedó nuestro país como una poderosa llama revolucionaria resistiendo los vientos del imperialismo. El joven y astuto Pedro Antonio Marín, alias "Manuel Marulanda" o "Tirofijo" montó el primer gran foco de guerra contra la opresión y la injusticia: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC. Luego vino el Ejército de Liberación Nacional -ELN-, comandado por fundamentalistas católico-castristas. Más tarde irrumpieron el Ejército Popular de Liberación –EPL–, el Movimiento 19 de Abril –M-19–, el indigenista Quintín Lame, el Partido Revolucionario de los Trabajadores –PRT– y otros tantos que se esforzaban por redimir a Colombia sacándola de las arenas movedizas del capitalismo y apartándola de las garras del imperialismo yanqui.

El triunfo no llegó tan rápidamente como lo esperábamos. El tamaño descomunal del enemigo lo impedía.

Durante mi vida profesional he debido presenciar bastantes campos de combate y ser testigo de la degradación de una guerra que no va para ninguna parte.

En 1997 tuve la oportunidad de ir por primera vez a Cuba a conocer los prodigios de su Revolución. Me hospedé en un hotel gubernamental que se caía a pedazos, del barrio El Vedado, en La Habana. Lo primero que hice fue ir hasta las instalaciones del único periódico que existe allá, Granma, para llevarle a una periodista unos lentes de contacto que le envió de regalo una amiga mía. La Revolución solamente le pudo medir la miopía avanzada y darle unos anteojos de segunda mano cuyos lentes estaban nublados de rayones. Estaba feliz porque tendría la vista mejorada para los ocho días que estaría con su esposo en el histórico Hotel Nacional, de estilo art decó, gentil cortesía de Fidel Castro, en premio por el eficiente trabajo de ambos en el periódico. El servicio que más anhelaban disfrutar en el hotel era el de la televisión por cable para ver CNN y los canales gringos de películas y documentales, completamente vedados en toda la isla.

La redacción del diario tenía menos máquinas de escribir de las que necesitaba la planta de periodistas, todas ellas de los años anteriores al triunfo de la revolución. Eran reliquias de los viejos tiempos, como los carros americanos anteriores a los 60, conservados como rosas recién cortadas, que todavía recorren las calles y los caminos de la isla. No había computadores. Más aún: ninguno de los periodistas había visto uno todavía en pleno 1997, y no pude ver la rotativa porque, según me dijeron, era "secreta". Los cargos directivos no estaban asignados a los profesionales más competentes sino a funcionarios con los mejores méritos políticos. Los despachos de noticias provenían de boletines del gobierno, de piratear la señal de radios extranjeras y de informes, revisados por censores hasta la saciedad, que suministraban los corresponsales de la Agencia Latina de Prensa, propiedad de Fidel Castro.

El malecón habanero en las noches permanecía saciado de prostitutas manejadas por un enmarañado sistema de chulos. "Ellas no son prostitutas porque no se acuestan con cubanos", me precisó un encantador y viejo combatiente de la Revolución.

A cada paso saltaba alguien para vendernos clandestinamente artículos robados a las fábricas de Fidel Castro tales como tabacos, ron o PPG, un incierto remedio natural derivado de la caña de azúcar contra el colesterol, la impotencia y muchos otros desarreglos. Como todos los medicamentos de invención cubana, este tampoco tiene efectos colaterales nocivos.

Nadie mencionaba a Fidel Castro por nombre propio, para bien ni para mal. Las pocas referencias a él las hacían llevando la mano a la quijada para mostrar una barba imaginaria. Esto se debe a los largos oídos de los escabrosos Comités de Defensa de la Revolución. En cada edificio, inquilinato o instalación gubernamental, hay más de uno y sus miembros le reportan a la policía todos los comentarios o comportamientos sospechosos de ser contra-revolucionarios.

Seguí yendo a Cuba por razones de mi trabajo de periodista y puedo decir que los cubanos no tienen especiales sentimientos de amor o de odio hacia Fidel Castro y su hermano Raúl. Ambos, solamente, les inspiran pavor.

Le reconozco a Fidel Castro la proeza de haber derrocado con muy pocos hombres la dictadura de Fulgencio Batista (protegida por Estados Unidos), de la que terminó por convertirse en idéntica copia.

No le reconozco el haber acabado el analfabetismo en un año porque cuando la Revolución triunfó, no había analfabetismo en Cuba.

No sé si bajó las tasas de mortalidad infantil del 42 por ciento al 4 por ciento porque son cifras del régimen que nadie está en capacidad de revisar.

No creo que Cuba sea la única nación de América Latina sin desnutrición infantil, pues se trata de información que suministra el régimen, pero no permite verificar.

Es completamente falso que Cuba sea una nación libre de drogas. El alcoholismo y la drogadicción están a la vista. Soy testigo presencial. Inclusive, Cuba ha sido estación de tránsito de la cocaína colombiana, convenida entre el gobierno y los narcos.

Es falso que la escolarización tenga cobertura del cien por ciento. No la hay en inmensas regiones sin energía eléctrica, caminos ni provisiones, en donde los campesinos, además, cultivan la tierra con herramientas y métodos del Siglo XIX.

Es erróneo sostener que Estados Unidos, país al que Castro siempre planteó como su más abominable enemigo, haya tenido que ser el responsable de garantizar el progreso y el bienestar de Cuba y que a él se le deba la miseria causada por la revolución.

Es falso que no hay ni un solo niño durmiendo en las calles cubanas. Aunque menos que en Colombia (que tampoco es un paraíso ni cosa que se le parezca), vi varios. Adultos también.
Es cierto que Fidel Castro sobrevivió a once presidentes de Estados Unidos, de los cuales se mofó y retó airoso.

Es innegable que montó un régimen totalitario absoluto y de terror en el que no existen libertades civiles ni el más mínimo asomo de democracia y de derecho a la defensa.
El régimen de Fidel Castro mantiene al país en la más absoluta miseria y esgrime éxitos grandiosos en la salud o la educación que, francamente, no valen la pena para vivir en semejante estado de opresión, terror y tiranía. Los inciertos avances en la medicina solamente sirven para que Cuba sea algo así como el mejor moridero del mundo.
Nunca he entendido por qué Cuba no ha logrado todavía producir jabón, cepillos de dientes, papel higiénico y otros elementos de primera necesidad, con lo cual ha contribuido a hacer de su pueblo una legión de mendigos con grandes títulos académicos que le pide a los turistas todos los desperdicios que le puedan dar.

Reconozco que Fidel Castro pronunció, en 1992, durante la Cumbre de Río de Janeiro, el discurso en defensa del planeta que, a mi modo de ver, es probablemente el más importante que se ha dado sobre esa materia (se puede ver aquí).

En la fotografía que ilustra esta columna el caballero Fidel Castro está asesinando con su revolver a un hombre desarmado, humillado y caído en el suelo que será enterrado enseguida en la fosa que un lugarteniente ya ha cavado con la pala que tiene entre las manos. Esta escena me sirve para pensar que el que acaba de morir en La Habana no fue más que un cobarde asesino.

De ser un satélite de Estados Unidos, Castro hizo que Cuba se plegara a la Unión Soviética, de la que fue su patio trasero, situado frente a Estados Unidos. Luego, se unió a China sin mayor éxito y más tarde se tomó hasta la última gota de sangre que le pudo sacar a Venezuela con la venia servil de Hugo Chávez. Por último, arregló las cosas para volver a ser un patio de recreo de Estados Unidos y murió feliz, con visa gringa. Regresó al pasado antes de irse.

Lo siguiente que ocurrirá será que Raúl Castro uno de estos días llegará en una balsa a Miami, huyendo de sí mismo.
A los Castro, la historia los absorberá.

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