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O cambiamos o nos cambian

Me preocupa que este odio hacia todo lo que tenga que ver con Petro se utilice para convertir la necesidad de hacer unas reformas sociales inaplazables en parte de la conjura castrochavista.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
17 de febrero de 2018

¿Por qué un candidato que nadie esperaba ver tan alto en las encuestas como Gustavo Petro está hoy punteando en los sondeos de opinión al lado de Sergio Fajardo y, en cambio, los candidatos de la derecha, como Iván Duque, Marta Lucía Ramírez, que montaron sus discursos de campaña sobre la ola del triunfo del No en el plebiscito, o los que montaron sus discursos sobre la ola del Sí, como Humberto de la Calle, están por debajo de sus propias expectativas? ¿Por qué la candidatura de Alejandro Ordóñez nunca despegó si en las elecciones del plebiscito el tema del odio contra los homosexuales, que es central en su discurso, sí fue decisivo en el triunfo del No? ¿Cómo se explica que otro gran favorito, el exvicepresidente Germán Vargas, se esté descolgando en las encuestas y que esté muy por debajo de Gustavo Petro? ¿Será acaso porque los encuestadores son también castrochavistas?

La respuesta a estos interrogantes salta a la vista: ninguno de esos candidatos están leyendo bien al país. Todos ellos montaron sus campañas bajo una hipótesis que está haciendo agua en estas elecciones: la de que esta campaña iba a ser una reedición de lo sucedido en el plebiscito, en el que el No la ganó al Sí.

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No se dieron cuenta de que el país real de carne y hueso es otro luego de la firma del acuerdo y de la desmovilización de las Farc, y que para muchos ese debate del Sí y el No es un tema trasnochado que poco o nada le dice al colombiano de a pie, que está más esperanzado por ver que las cosas cambien y porque se den las reformas sociales que les prometió el acuerdo que por el susto de que llegue el castrochavismo.

Por eso, es tan miope reducir el fenómeno de Petro a una conjura tóxica del castrochavismo, como de hecho lo están haciendo muchos periodistas y candidatos presidenciales. Ese es un acto de arrogancia que ningún candidato que aspire a llegar a la Presidencia debería hacer.

A diferencia de los demás candidatos –aunque, valga la verdad, Sergio Fajardo también está en esa franja–, Gustavo Petro ha tenido el cabezazo de sintonizarse con ese país que se derivó de los acuerdos de paz. Mientras el uribismo promete que si llega al poder va a quitarle dientes a la Ley de Restitución de Tierras, y Germán Vargas Lleras les habla a los empresarios y les promete que si votan por él, el castrochavismo nunca va a llegar al poder, Petro va a las plazas a decirle a la gente que él sí va a hacer las reformas sociales que prometió el acuerdo, la mayoría de las cuales están todavía atascadas en el Congreso.

El acuerdo de paz, para bien o para mal, generó una serie de dinámicas sociales imperceptibles desde la capital, que un candidato como Gustavo Petro ha sabido interpretar. Es cierto que Sergio Fajardo también ha logrado conectarse con ese país, pero en la medida en que la campaña avanza, Petro parece haberle cogido la delantera.

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Yo no voy a votar por Gustavo Petro porque no me gustó su gestión al frente de la Alcaldía de Bogotá. Pero eso no me impide reconocer que, a diferencia de los demás candidatos, él le está hablando a un país que no se escucha desde los cerros de Bogotá. Y me preocupa que este odio hacia todo lo que tenga que ver con él se utilice para convertir la necesidad de hacer unas reformas sociales inaplazables en parte de la conjura castrochavista.

Si el próximo presidente, sea quien sea, no es capaz de sacar adelante todas esas reformas que se derivaron del acuerdo de paz, que, repito, no tienen que ver con las Farc, sino que son una deuda que el Estado tiene con el campo, es muy posible que suba un gobierno de izquierda. Es tal el desligue de las elites políticas frente al país real, que ni siquiera se han dado cuenta de que la Colombia de hoy está pidiendo a gritos mirar hacia el futuro y no quiere más recetas viejas que la devuelvan al pasado. Si la dirigencia política tradicional no se da cuenta de que el país cambió, su permanencia se va a volver cada vez más insostenible.

O cambiamos o nos cambian.

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