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‘Habemus Cardinalem’

No se ha acomodado don Pedro a las conveniencias políticas y ello le iba costando la púrpura

Semana
26 de febrero de 2001

No hay que tenerle miedo a los temas políticos que producen escozor. Ni a descubrir que la política se entremezcla con los asuntos judiciales y aun con los religiosos. Claro está que los propietarios de los medios son muy dueños (y vale el pleonasmo) de tolerar o no tales opiniones, como las que se emiten en esta columna.

En el caso de monseñor Rubiano (hoy hay que llamarlo Su Eminencia Pedro, cardenal Rubiano) los manejos políticos, fáciles de entrever, como que se pasearon por los pasillos de la Casa de Nariño y las estancias de Rafael, cedieron por fin a la retardada designación del arzobispo de Bogotá, como miembro del colegio cardenalicio.

La menos esperada exaltación al capelo del Ordinario de Bucaramanga monseñor Castrillón Hoyos (hoy se le considera ingenuamente papabile) pareció embolatar, casi definitivamente, la del arzobispo primado, pues no se concebía que tres cardenales pudieran coexisitir en esta tierra nuestra, de violencia y desorden.

Se castigaba —no me cabe la menor duda— la postura política nada complaciente, que asumió ‘don Pedro’, frente al sonoro episodio de los dineros del narcotráfico en la campaña política de Ernesto Samper, asunto que ensombreció el nombre de Colombia. Aunque ahora el Fiscal, con origen en el mismo gobierno del escándalo, hace desesperados intentos por mejorar la imagen del ex presidente, su amigo, y por enrumbar la investigación, una vez más, en contra de sus hombres de confianza.

El arzobispo de Bogotá, en un tono menor (francamente eclesiástico y como de confesionario) expresó aquel símil del elefante. Dijo, más o menos, que no ver la monstruosa inversión del narcotráfico en la campaña era tanto como no advertir la presencia de un elefante en la sala de su casa. En pura verdad, fueron los caricaturistas de la prensa los que acrecentaron esta imagen, que se les brindó y la volvieron elemento diario de sus dibujos, hasta constituirla en símbolo compacto de una complejidad de razones y sinrazones que rodearon un largo debate, el que concluyó con la preclusión del proceso al presidente por gracia de un Congreso amigo.

La Iglesia, la Santa Iglesia, se ha caracterizado en los tiempos modernos por una sistemática acomodación a las circunstancias políticas, como si se desentendiera de ellas en aras del apostolado. Conformada a un cierto realismo político, la Iglesia pareciera dejar al César lo que es del César. En realidad, optar por una opinión discutible, como es lo político, implica un rechazo a un sector de población que debe ser salvado y que, aparte de esas consideraciones, es fiel a la doctrina y a las prácticas religiosas. Pero esta postura neutral, que hace ver a algunos prelados cual plácidos ángeles sin sexo político, deriva en complacencia, muy lamentable, con situaciones públicas escandalosas. Y no fue precisamente el hoy cardenal Rubiano un prelado de este tipo complaciente, pero tampoco un Savonarola, sino solamente un Crisóstomo, con la palabra y con la imagen apropiada al caso.

Le iba costando la púrpura. Los eclesiásticos, como es costumbre, se dividieron. La Iglesia estaba representada en el propio palacio ‘del elefante’ por un clérigo de aquellos de banda morada, el capellán, el cual no parecía muy complacido con la postura arzobispal. En cuanto al propio nuncio de Su Santidad, monseñor Paolo Romeo, tocado de aquella modosa forma de la diplomacia —a la que no escapan nuncios—, era demasiado cercano al gobierno que la curia cuestionaba. Con el presidente, y en plena crisis, viajó a Roma y lo acompañó a visitar a Juan Pablo II, que ya empezaba a estar enfermo. La sola imagen pontificia daría una cierta luz a las sombras del visitante papal, quien no tuvo empacho en omitirle los títulos de honor al Vicario de Cristo (“Con este obsequio, le dijo, entregándole el diccionario de Cuervo, usted aprenderá mejor el español”).

Pasados los meses y los años, serenadas las aguas, la sede vaticana no encuentra razones para infligir castigo ni al eminente prelado, por decir lo que estimó la verdad e ilustrarlo, ni tampoco a la propia sede de Bogotá, que venía teniendo cardenal desde los tiempos de su eminencia, Crisanto Luque, el cual tampoco escapó a una terrible definición política, cuando se vio enfrentado a la dictadura de Rojas Pinilla y fue factor importante en su derrocamiento.

Más tarde, el cardenal Concha, que parecía dormitar en todas las ceremonias que le incumbían, enfrentó la guerrilla y el enojoso caso del sacerdote rebelde, don Camilo Torres Restrepo. Muñoz Duque fue harto complaciente con el gobierno del Estatuto, general de honor él mismo, sin que le faltaran virtudes personales. A favor también se actúa en política. El cardenal Revollo Bravo murió envuelto literalmente en el humo de su amable sencillez y de su cigarrillo, y desde entonces la sede bogotensis se halló huérfana de titular con rango cardenalicio hasta la fecha de hoy, cuando es promovido el hombre que no omitió un pronunciamiento debido, en el momento oportuno, contra toda su conveniencia personal.

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