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Hay que desprivatizar

Si el Estado colombiano no funciona, es porque está privatizado ya y puesto al servicio de unos cuantos intereses privados

Antonio Caballero
28 de febrero de 2000

Amenaza un ministro: si la guerrilla sigue volando torres eléctricas, no va a ser posible privatizar la energía. Tiene razón, claro. Pero ¿por qué va a ser necesario privatizar la energía eléctrica?

Conozco el argumento. El Estado es ineficiente. Pero la causa principal de esa innegable ineficiencia es que es el propio Estado el que, en Colombia, está privatizado, y funciona exclusivamente al servicio de intereses privados. Ese ministro que exige privatizaciones, sin ir más lejos: ¿no será uno más de esos muchos ex ministros colombianos que acaban consiguiendo un puesto privado en uno de esos organismos públicos multinacionales como el Fondo Monetario o el Banco Mundial que exigen privatizaciones?

Conozco el argumento, y lo acepto como cosa evidente: el Estado es ineficiente, empezando por los ministros que así lo denuncian. Pero es ineficiente en cuanto a su función de servir los intereses públicos, y no —ni mucho menos— en cuanto a la que no debería tener de servir los intereses privados en contra de los públicos. Al revés. Si el Estado colombiano no funciona —quiero decir, si no funciona para la población colombiana en su conjunto— es porque está privatizado ya, y puesto exclusivamente al servicio de unos cuantos intereses privados. No es que sea ineficiente, sino que es eficiente exclusivamente para ellos. Todo el Estado: desde el Ejército hasta Foncolpuertos, desde el Banco del Estado hasta el Ministerio de Relaciones Exteriores, desde cosas en apariencia tan concretas como las obras públicas hasta cosas en apariencia tan abstractas como el Código de Procedimiento Penal.

Esos pocos cuantos avivatos que tienen a su servicio al Estado colombiano no son sólo, como dice la guerrilla, los oligarcas: entre ellos se incluye también la guerrilla, que desde hace años cobra porcentajes a los alcaldes sobre las obras públicas, y está empeñada incluso en cobrar el IVA (sé que parece un chiste: pero no es un chiste). Están, sí, los oligarcas: esos grandes industriales que se hacen quitar impuestos, rebajar pagos, posponer obligaciones, aumentar intereses. Están esas poderosas familias de grandes industriales o de ex presidentes de la República que obtienen embajadas y consulados con el argumento de que sus miembros corren peligro en Colombia: como si todos los colombianos no corrieran peligro en Colombia. Están los parlamentarios, que se elevan a sí mismos sus sueldos y sus pensiones. Están todos los políticos de mayor o menor cuantía que reclaman y reciben escoltas del DAS o de la Policía: como si no las necesitáramos también (a veces hasta contra el DAS mismo) todos los demás colombianos, abandonados al secuestro, al atraco, al simple raponeo.

Pero entre quienes han privatizado el Estado en Colombia figuran también completos desconocidos, tan avivatos como los conocidos. Los millares de abogados que gestionan pensiones fraudulentas de las empresas públicas, y los millares de abogados de esas mismas empresas que las hacen pagar. Los pequeños contratistas de la ‘nómina paralela’ de todos los organismos públicos, contratados por recomendación de los mismos políticos cuyos recomendados como funcionarios públicos de la nómina oficial resultan ineficientes. ¿Por qué se necesita un intermediario que cobre comisión sobre una compra de armas, digamos, si para eso está cobrando sueldo un coronel? ¿Y por qué es indispensable pagarle en dólares a una empresa de publicidad por mejorar la imagen del país por recomendación de un embajador, si por eso está cobrando sueldo ese mismo embajador? (¿O es que alguien ha visto que un gobierno serio, pongamos el de Canadá o el de Liechtenstein, contrate a una empresa de publicidad colombiana para que explique su política en Colombia?). Y millares de avivatos más: los que venden libretas militares, los que consiguen pases de manejar, los que gestionan cupos en un colegio público, los que hacen cola para pagar impuestos. Y, por supuesto, todos los empleados públicos que están ahí no para prestarle servicios al público, sino por haberles prestado servicios (en general electorales) a otros funcionarios públicos, desde el Presidente de la República hasta el alcalde del más remoto pueblo del país. Decía hace unos días la primera dama, que ni siquiera es funcionaria pública, que ella prefiere, en los cargos públicos, a “gente que sea de uno”. Tiene razón: porque si no, es de otro. Nadie es del público. Y hasta resulta increíble que lo sea: por experiencia propia puedo decir que a mí me preguntan siempre que si escribo para los López, para los Santos, para Ardila, para Santo Domingo, para el embajador de Estados Unidos, para los Rodríguez Orejuela, para Pastrana, para Samper, para el ELN o para las Farc. Y cuando digo que para ninguno en particular, nadie me cree.

Pero lo entiendo. Para que me crean, habría que desprivatizar. Porque, como dice (con razón) ‘Tirofijo’: “Cuando hayan vendido todo ¿qué?”.

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