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HAY QUE SABER PITUFAR

Semana
1 de agosto de 1983

Los que aún creen que Blanca Nieves y sus enanos son eternos, están equivocados. Así lo puede comprobar cualquier adulto que tenga un hijo entre los dos y los seis años, e intente sostener un diálogo profundo y de igual a igual con él. Si pretende abordar al niño con Caperucita o el Gato con Botas, se coloca en condiciones desfavorables desde el principio, ya que el niño no le corta el chorro con un chiste obceno, lo escuchará con condescendencia y movido no tanto por la emoción del relato como por el interés cientifico por las criaturas prehistóricas. Tratar, por ejemplo, de contar el cuento de la Bella Durmiente es arriegado, porque es difícil convencer a un hijo de la era tecnotrónica de que los enredos en el mundo se solucionan con besos de principe. Y ésto si el adulto es capaz de avanzar hasta el final de la historia, porque lo que generalmente sucede es que el niño se queda dormido mucho antes, durante la explicación de que es la "rueca" con cuya aguja se pincha letalmente la princesa.
Tras la evidencia del bioqueo de comunicación, el padre accede a sacarse de encima los prejuicios y abrir su mente a la novedad. Se encuentra, entonces, con que el interés de su hijo está marcadamente dominado por una tal abeja que se llama Maya y unos enanos azules que se llaman Pitufos. Tras el descubrimiento, comprueba satisfecho que reduce el bache generacional al comprender que cuando su hijo habla de "pitufar" se refiere a cualquier acción ejercida por los Pitufos, y que si menciona a la señorita Casandra está hablando de la maestra de Maya.
Pero ahi no para la renovación ideológica. Es imprescindible además familiarizarse con el ganador indiscutido, Hello Kitty,, cosa que es fácil porque se trata de un gatico que de un tiempo acá aparece literalmante hasta en la sopa: hay discos de Kitty, medias de Kitty, palillos de dientes de Kltty, gafas negras de Kitty... Aparentemente más complicado resulta asimilar a Strawberry Shortwake, pero los ya iniciados saben que la dificultad reside simplemente en el vocablo foráneo, porque el contenido de este otro boom de la cultura infantil se reduce a unos niñitos cuyos denominador común es una fresa en la cabeza o en cualquier otra parte del cuerpo, y que tienen casi tanto éxito como Kitty y su mismo don del ubicuidad, pero que además poseen un atributo adicional: sueltan olor. Y está, desde luego, toda la nueva pléyade de monstruos y héroes interplanetarios, con E.T. y Mazinger Z a la cabeza.
Aunque, como todos los días repiten los psicólogos, los medios masivos no tienen ningún reparo en poner al alcance del menor todas las dosis y todas las combinaciones de sexo-violencia y acción, hay que reconocer que a los niños de hoy no se los somete a tanto sufrimiento gratuito como a los de antes. Gracias al cielo, hay una amplia gama de torturadores infantiles que han pasado de moda, como los fatídicos huerfanitos que le estrujaron sin compasión el corazón a tantas generaciones precedentes. Entre ellos Heidy, a quien llevaban a la ciudad arrancándola a patadas de su bucólica felicidad entre cabras y quesos de cabras, o como Marco, ese pequeño sádico de la novela Corazón, que se empeñaba en no encontrar a su mamá para hacernos llorar a mares.
Después venían los personajes especializados en aterrorizar, en primerisimo lugar los que padecian enfermedades biblicas y contagiosas, como las hermanas de Benhur, que sólo necesitaron contraer la lepra para convertirse en indiscutidas protagonistas centrales de todas las pesadillas infantiles.
Estaban también esos niños paupérrimos más allá de toda expresión, como la vendedora de fósforos de Andersen, que contemplaba helada a través de la ventana el cálido interior de una casa un 24 de diciembre, con el infalible resultado de que a uno se le amargaban las luces de Bengala y la "torta bogotana" de la Navidad. Tampoco faltaban los niño que se morian, como Beth, la menor y más dulce de las "Mujercitas", que se entregaba lánguidamente a la fiebre escarlatina sin tener la menor consideración con la angustia de su lectores, y los que eran brutalmente golpeados por adultos incomprensivos, como Huckleberry Finn y el desdichado Escribiente Florentino que perdia el año escolar por pasar las noches en vela trabajando para su colérico padre, sin que éste lo supiera. Y para rematar, había unas mujeres que se sometian a unas pruebas terribles con tal de jorobarle a uno la existencia, como Jane Eyre, que se quemaba viva, o Santa Clara, que se cortaba al rape su larguísima y hermosísima cabellera para ofrendarla a Francisco de Asis, o la tal Genoveva de Brabante, que se encerraba en una cueva lúgubre y no volvía a salir más.
Ante tanto sufrimiento tan intenso y tan inútil como debieron pasar en su infancia, los que hoy son padres de niños chiquitos no pueden menos que mostrarse complacientes y agradecidos con las insipidas e inofensivas canciones y las descoordinadas coreografías de los Menudos y los Chamos, que constituyen la última y más dolorosa de las lecciones a que deben someterse en aras del buen entendimiento inter-generacional. -

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