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Historia de amor con Transmilenio

¿Odiamos o queremos el sistema masivo de transporte de Bogotá?

Semana.Com
16 de abril de 2015

¿Cuándo fue que dejamos de querer a Transmilenio? ¿O será, tal vez, que nunca hemos dejado de amarlo? ¿Que como novios traicionados esa ilusión se nos va derritiendo como relleno fluido? Sea cual sea la pregunta correcta, lo cierto es que lo que fue un día nuestro orgullo es hoy una estría que raya la cara de la ciudad, una vena varicosa como el carril exclusivo de la avenida Caracas, con cicatrices, dolorosos turupes y llagas abiertas.

La poeta Anaïs Nin decía que el amor no muere de muerte natural sino por asesinato y que somos nosotros, al dejar de alimentarlo, quienes lo matamos de hambre. Yo, aunque ya aprendí que del amor no sé nada, presiento que esto es lo que le pasó con nuestro otrora idilio con Transmilenio: lo abandonamos a su suerte.

En primera instancia, quienes dejaron de amar a Transmilenio fueron las administraciones de izquierda: desde Lucho hasta hoy, pasando por la pesadilla que fue Samuel Moreno con su aporte de carruseles, Nule y demás recua de ladrones. Es cierto, aunque nos duela a quienes hemos tenido afinidad con las ideas progresistas, que estas últimas administraciones no han sido ni creativas, ni recursivas, ni amorosas con el sistema; al contrario, egoístas o mezquinas para reconocer logros de Mockus y Peñalosa, fueron pacatas con él y se dedicaron a lanzar alternativas como metros pesados, ligeros o tranvías, que hasta hoy son sólo sueños de papel.

Aceptemos que Lucho y Petro querían proponer, de buena fe, otras soluciones para la ciudad, pero al final nos dejaron sin el pan y sin el queso; se embolataron en discutir sobre lo discutido, en parar lo que iba a andar, en enarbolar el metro como bandera política y en hacer nuevos estudios de lo que ya se había estudiado: se les pasó el tiempo y no ejecutaron alternativas. Miremos la Séptima, por ejemplo, que fue uno de los caballitos de batalla de esta administración: hoy el único aporte real que tenemos es una raya para demarcar la ruta del SITP y que, por lo demás, nadie respeta.

El Concejo también lleva parte de la culpa porque no hizo nada distinto que parar cualquier propuesta que viniera de Petro; no le importó lo que pasara con la ciudad y, en cambio, se dedicó a ponerles trabas a sus enemigos políticos en el Palacio Liévano. Los operadores del sistema también tienen su parte: sólo interesados en la plata que les entra y no han hecho ni una sola contribución a la ciudad. Todo pa’ mí, nada pa’ ti. En esa guerra en que todas las partes han sido sordas y soberbias perdimos todos. Ni qué decir de los intereses políticos que aúpan los bloqueos de los ciudadanos inconformes y los vuelven idiotas útiles de sus fines.

Sin hacer párrafo aparte en lo que significó Samuel Moreno, las administraciones de izquierda abandonaron la labor pedagógica tan necesaria para que aprendiéramos a usar el sistema. Por eso hoy someterse a un viaje en Transmilenio es un reto de sobrevivencia, porque la cultura ciudadana no brota de los árboles ni se mete en nuestros corazones con papayeras y policías disfrazados de muñecos, repartiendo volantes y saludando a los ofuscados usuarios. Es cierto que la Policía de Transmilenio ha hecho grandes esfuerzos por cuidar el sistema y aportar cultura ciudadana, pero está muy sola y el problema parece avasallarla (a propósito, ¿dónde está la policía cívica?). Nos entregaron un sistema de transporte pero no nos enseñaron a usarlo. Nos abandonaron.

Ese abandono se evidencia en que los usuarios tengamos que pelear nuestro espacio con vendedores ambulantes, problema que no puede justificarse con el derecho al trabajo, entre otras cosas porque hay otros lugares propicios para hacerlo y porque los efectos secundarios de esta práctica son peores para la seguridad, el orden, la efectividad y el buen uso del sistema. Ese abandono se evidencia en que tengamos que lidiar con rateros, manoseadores, peleas, empujones; que nadie sepa lo que es una fila para abordar un bus y que todos los días haya que jugarse la integridad física para entrar o salir de un articulado; que para un niño, una persona mayor o discapacitada le esté prácticamente prohibido viajar en horas pico porque lo despedazan. Ese abandono se evidencia en que hayan pasado seis gerentes del sistema en tres años y medio.

Según cifras oficiales, hasta 25.000 personas se cuelan por día en Transmilenio y eso le cuesta la ciudad 45 millones de pesos diarios. Es una barbaridad a la que hay que ponerle freno: las barreras que se han instalado, las puertas anticolados y las multas de 220 mil pesos son sólo parte de la solución. Pero los problemas de incultura ciudadana no se solucionan únicamente pagando todos el pasaje: falta una batería de razones que se incorporen en la mentalidad de quienes se roban el viaje y que se derrumbe esa falacia de que si no tengo plata o el servicio es malo, entonces tengo derecho a no pagarlo; falta que los usuarios se concienticen de que si no pago pierdo legitimidad para exigir un buen servicio; falta que nos volvamos a enamorar de Transmilenio y lo cuidemos como un tesorito.

Pero re-enamorarnos va a ser difícil: según había establecido el Conpes de 1998, el sistema debía estar terminado para el año 2016, con 338 kilómetros construidos, 23 troncales, seis fases y cubriendo el 80 % del transporte público de la ciudad. Hoy es una realidad a medias: sólo tenemos 109 kilómetros y tres fases. Petro nos dice que 111 estaciones necesitan ampliación urgente (hay cuatro estaciones con récord mundial de hacinamiento en horas pico: Toberín, Calle 146, Calle 127 y Pepe Sierra) y apenas hasta ahora, cuando va a terminar esta administración, se buscará una Alianza Público Privada para financiar los 1,3 billones de pesos que cuestan los trabajos. Son escalofriantes las cifras de ocupación de los buses: ocho pasajeros por metro cuadrado cuando el promedio mundial es de seis. La frecuencia de los buses sigue siendo insuficiente.

Yo no creo que los usuarios hayamos dejado de amar nuestro Transmilenio, más bien creo que estamos decepcionados de que ese amor no se compadezca con la falta de ejecución, la desidia, la politiquería y la debilidad de los gobernantes. Lo seguimos amando y es más: lo queremos tanto que Transmilenio es víctima de su propio éxito. Por eso exigimos que la próxima administración sea creativa, rápida, coherente y no se encierre en su egoísmo. Un nuevo gobierno que logre que la educación en valores sea un proyecto de ciudad y no de un alcalde. Este amor ya no da espera: tenemos el corazón desarticulado, en horas pico pero sin picos de cariño, hacinado de inconformidades, con las puertas rotas, angustias coladas y con más huecos que la troncal de la Caracas.

*Periodista. Es autor del blog elojonuclear.co