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Nuestra maltrecha democracia

Formalmente, vivimos en una democracia pero siento que los electores, por quienes el sistema se denomina democrático, tenemos cada vez menos participación real en las decisiones que afectan nuestra vida en sociedad.

Iliana Restrepo, Iliana Restrepo
28 de marzo de 2014

Rousseau decía: “tomando la palabra en su rigurosa acepción no ha existido nunca verdadera democracia y no existirá jamás”.

Los acontecimientos de la vida política de nuestro país parecen darle la razón: la salida con inhabilidad por quince años del alcalde de Bogotá; el circo de las pasadas elecciones para Congreso y sobre todo las desatinadas palabras del Presidente en estos últimos días refiriéndose a la “mermelada” como algo natural y hasta deseable. Mermelada… esa reciente expresión que no es más que otro eufemismo de esos a los que nos tienen acostumbrados los medios, ahora usada para referirse al clientelismo más rampante. 

La destitución de este alcalde elegido popularmente, que no parece obedecer a una sanción disciplinaria seria, sino a una acción con un marcado tinte político, enrarece el ambiente. No sólo arroja dudas sobre la conveniencia de ciertos artículos de la Constitución sino que confirma el talante de nuestro flamante Procurador. Además, esta situación puso en jaque la confiabilidad del Presidente que, sin ningún recato, un día dijo que cumplirá los lineamientos de la CIDH y cuando ésta falla, como a él no le parece, olvida su compromiso, se niega a acatar las medidas y ni siquiera se sonroja.

Afirmamos que vivimos en una democracia y eso formalmente es cierto. Sin embargo, siento con mucha frecuencia que nosotros los electores, por quienes el sistema se denomina democrático, tenemos cada vez menos injerencia o participación real en las decisiones que afectan nuestra vida en sociedad. Me pregunto si quienes supuestamente nos representan, se cuestionaran alguna vez si sus actuaciones son concordantes con la felicidad y el bienestar diario de la mayoría de sus electores y con lo que ellos esperan de él o de ella.

La democracia es mucho más que salir a votar cada tantos años. Además, se vota por políticos que poco ofrecen y que no merecen confianza. Personas que prácticamente son unos desconocidos, que no hablan de programas reales y sobre todo que están lejos de quienes ponen los votos. Lo que prometen es abstracto y se limitan a repetir como loros eslóganes vacuos.

No hay una manera fácil y real, en esta democracia colombiana, con la que un elector de a pie pueda exigirle a su elegido, cumplir los programas de gobierno y las promesas de campaña. Hay un electorado impotente frente a las actuaciones de quienes se benefician con sus votos. Una vez que están arriba, el votante deja de existir y poco o nada puede hacer contra eso.

Abogo por una democracia más participativa y menos representativa. Quienes nos han representado no han demostrado estar a la altura y casi ninguno merece los votos que obtiene. Rousseau también decía que el elector debería “limitar, modificar y retirar el poder que había depositado en el gobierno, siempre que quisiera” pero aquí eso es casi imposible.

Un país no es muy democrático cuando los ricos cada vez son más ricos; cuando la concentración de la riqueza está en tan pocas manos; cuando las desigualdades son enormes; cuando las élites políticas se funden con las élites económicas en una amalgama aberrante; cuando las mangualas entre contratistas y contratantes se convierten en unas redes venenosas que no dejan escapatoria. 

Los medios de comunicación no ofrecen información independiente, pues la mayoría hacen parte de esa nauseabunda mezcolanza. Muchos están al servicio de esas élites económico/políticas y manipulan la información y la propaganda hacia el lado que más les convenga. Los partidos políticos ya no cuentan con ideologías sólidas y se han convertido en fábricas de avales, financiados por personas y grupos de poder. 

Es difícil llamar democracia a un sistema donde la mayoría de los posibles electores no participan. Muchos de los que sí lo hacen no entienden ni siquiera los mecanismos de su participación y mucho menos, pueden hacer efectivos sus derechos después de haber sufragado. Un pueblo que vota sin tener conciencia de lo que hace, no es un elector válido y por lo tanto está inmerso en una democracia de juguete que cualquier día se le puede romper en las manos. 

Si el delicado engranaje de la democracia deja de funcionar, se corre el riesgo de que alguien prometa repararlo con parches no convencionales. Ese reconstructor es posible que logre conectarse con los electores mostrándoles elementos que lo ilusionen. Ya sabemos lo peligroso que eso puede llegar a ser. Nuestros vecinos venezolanos nos lo están indicando. 

Con la democracia no se puede jugar, porque hasta ahora nadie nos ha demostrado que haya un sistema que funcione mejor. Estamos por tanto en la obligación de cuidarlo y hacerlo marchar en las mejores condiciones posibles. 

Nuestra democracia está maltrecha y lo grave es que nuestros dirigentes, como si nada, siguen empalagándose de mermelada. No se dan cuenta de que pueden quedarse sin mermelada y lo que es peor, sin democracia. Si no se cambian las costumbres políticas de hoy, lo lamentaremos pronto y no existe nada más inútil que llorar sobre la leche derramada. 

iliana.restrepo@gmail.com